Solo esperó unos minutos, antes de caer desfallecida sobre su almohada húmeda por el rocío que la alcanzaba desde la ventana. Todo su mundo se le venía abajo con una rapidez insondable. Todo comenzaba a perder sentido para ella, sin aquel hombre nada sería igual y ella estaba conciente de ello; lo sabía mejor que nadie.
Lloraba con tal tristeza y desesperación que tras cada gemido, sentía como su corazón se partía pedazo a pedazo, con una lentitud torturante.
Poco a poco sus ojos y gritos fueron perdiendo fuerza y sus sentidos se fueron aplacando hasta entrar en un profundo y medicinal sueño.
Al despertar su ira, su tristeza, su impotencia y todos los sentimientos encontrados que se agolparon en su corazón la noche anterior, se desvanecieron como por arte de magia, como si la noche con su suave velo de aire, se encargara de calmar el corazón, tornando cualquier tristeza en tranquilidad.
Levantó su rostro de la almohada y por en medio de su hermoso cabello, vió como el viento entraba por la ventana y danzaba con las cortinas de la manera más maravillosa y romántica.
Una lágrima rodó por su mejilla: era una lágrima igual a las demás, pero esta vez sin rencor, sin angustia; con resignación. Era una lágrima de ilusión. Al ver esa imagen de la ventana, ella sintió que había otra oportunidad de amar, pero no a otro hombre, sino de seguir amando el recuerdo de aquel que le había sido arrancado de su lado.
Se levantó de su cama con mucho esfuerzo, como si la noche anterior hubiera participado en una batalla campal contra gigantes impíos y ella, solo con sus fuerzas, hubiera salido victoriosa.
Decidió no volver a llorar más como aquella vez. Todo volvió a florecer en ella, hasta las ganas de comer la volvieron a perseguir, y, sus lagrimas, como por una artimaña del destino se esfumaron sin dejar rastro.