Su elocuencia era digna de admiración. El manejo del lenguaje en sus discursos, así como en sus pláticas de sobremesa, destilaban siempre una riqueza intelectual remarcable. Heriberto Castillo imponía y demandaba respeto. Una muestra visible de la educación que sus padres, no sin esfuerzo, le habían procurado a lo largo de sus treinta y tantos años. Pocos a su edad han recibido ese privilegio, ni tampoco han logrado tanto éxito. Sin embargo, lejos de ser motivo de envidias entre los varones, era el centro de admiración. Un hombre audaz y brillante, sin lugar a dudas. “Admirado de los hombres y apreciado por las mujeres”. Son razones de sobra para que su esposa se sienta feliz.
A su lado como siempre, su bella esposa: joven, inteligente, bien educada, alegre y dicharachera, extrovertida… La mujer de la que cualquier hombre podría estar orgulloso de tenerla como compañera. La compañera ideal. Razón de más para que su esposo se sienta el más afortunado de los hombres.
En cuanto a mí, que puedo decir… no tengo el carisma que lo distingue a él, ni la riqueza o la cultura que lo enaltece, mucho menos aún, tengo a mi lado la belleza que tiene él como compañera, al menos no de manera permanente. Sin embargo, no lo envidio, pero eso no me libra de mis propias preocupaciones ni de los cargos de conciencia… De hecho, a veces me da cierto sentimiento de culpabilidad hacia él o incluso hacia ella. Nuestras vidas son tan diferentes, a la vista de los demás y ante las de ellos mismos. Y por qué no admitirlo, puedo considerarme hasta feliz con la vida que llevo ahora, sin tantas preocupaciones mundanas. Aunque, pensándolo bien, creo que debiera dejar de seguir acostándome con su esposa. La gente empieza a sospechar; no sería bueno, ni para ellos ni para nadie, que los rumores manchasen su imagen impecable.
|