Hola Georgie. Labro estas líneas mientras el televisor me muestra el modo en que la enérgica zurda de un jovencito español quiebra, sobre el polvo parisino de Roland Garros, el sueño de un suizo de ganar el único Grand Slam que hasta ahora se le ha mostrado esquivo. Súbitamente recuerdo que los deportes no te importaban en lo más mínimo, así que evitaré entrar en detalles sobre el campeonato mundial de fútbol que está en pleno apogeo en esa Alemania cuya literatura -como muchas otras- no te era desconocida.
Se cumplen veinte años de tu partida, dos décadas de ese instante ecuménico y tan personal en el que entraste en la muerte, el momento en que alcanzaste el fin de la espera y diste con la inmisericorde segunda fecha del epitafio. He examinado los periódicos y no encontré nada de medias columnas de piedad necrológica, nada de aquellos epítetos laudatorios amonestados por adverbios que habían dedicado a Herbert Quain. Muy por el contrario, son varias las capitales en el mundo que se preparan para rendir homenaje a tu obra. Los artículos que leo contienen invariablemente dos o tres referencias a tu familia, algo sobre tu niñez et tout le reste est littèrature.
Por aquí la vida sigue su curso con una naturalidad casi excesiva. Tal como lo quisiste/intuiste se te recuerda por el poema de los dones y el conjetural. Pero también por muchos otros versos y por tu límpida prosa. Tu fama, esa que en vida te causó tanta extrañeza, se ha multiplicado y ahora tu nombre es apenas menos que una epidemia global. Dicen por ahí que armaste una transformación en el mundo de las letras y que tu literatura no es otra que la escritura del dios. Afirman que trocaste en un casi conmovedor raquitismo a la retórica paquidérmica que aquejaba a la lengua española.
Casi todo, Georgie, casi todo sigue igual. Pierre Menard sigue sin que se le reconozca la autoría del Quijote, del otro Quijote, su Quijote. El año pasado se celebraron -con los bombos y platillos de Brecht- los cuatrocientos años del lanzamiento del primer libro célebre de nuestro moro: Cide Hamete Benengeli. Este 2006 se recuerda el centenario del nacimiento de Samuel Becket, el irlandés con quien compartiste el International Publishers Prize en 1961 y cuyo impuntual Godot tenía la perniciosa habilidad de matarte de aburrimiento.
La de ojos rasgados, tu vampiresa intelectual, tu -oh ingenuidad- esposa Ulrica comanda una fundación que lleva tu nombre y se ha ganado la antipatía de tus amigos más cercanos. Debo decirte que ella autorizó la reimpresión de "El tamaño de mi esperanza", ese libro que vos mismo comprabas de las librerías y luego destruías con estudiada fruición.
Los escandinavos que te negaron tu Nobel continúan confirmando -prácticamente año tras año- que es menos un premio literario que político. En Bosnia, en la montañosa ciudad de Srebrenica se dio un hecho que te hubiera permitido agregar páginas a la “Historia Universal de la Infamia”. La isla de Shakespeare ha aportado una legión de nuevas plumas, las más de las cuales son como crisálidas eternizadas a un paso de convertirse en mariposas. El libro más vendido actualmente es uno que combina elementos de la novela policial con algunos venablos para desatar polémica con la iglesia, la infalible fórmula de un superventas.
En el ámbito literario hay más cosas que puedo contarte. Muchos lectores te agradecen el haber compartido con ellos la amistad de Stevenson y de la literatura inglesa. Tus "demasiados" libros siguen siendo estudiados y venerados por propios y extraños. Del mundo de la Física bajan voces que aseguran que tu cuento "El jardín de senderos que se bifurcan" te coloca como precursor de la Mecánica Cuántica. Intuyo que esa afirmación no agradaría demasiado a Heisenberg.
La tecnología informática nos ha presentado algo que sería como una versión bosquejada y cimarrona del Aleph que compartió contigo ese individuo rosado llamado Carlos Argentino Daneri. Una de las principales ventajas con respecto al Aleph del poeta de "La Tierra" es que para accederlo no es preciso incurrir en la incomodidad del decúbito dorsal. Se llama Google, es una herramienta que permite acceder a información de todos los puntos del globo. Más que la de Shakespeare allí está almacenada la memoria de la humanidad.
Georgie, vos sostenías que "un historiador de la literatura escribirá algún día la historia de uno de sus géneros mas recientes: el título." Un escritor portugués ha hecho un excelente trabajo en ese verdadero epifenómeno de la escritura que consiste en titular una obra. Arte dentro del arte que vos ya manejabas como ninguno. "El Evangelio según Jesucristo" y "Ensayo sobre la ceguera" son gemas que honran la literatura lusa y creo que no defraudan en lo absoluto mi afirmación.
Muchos nombres han brotado en el ámbito literario, demasiados quizá. La mayor parte de ellos pasa por alto la que Ortega y Gasset consideraba la obra más piadosa de estos tiempos: no publicar libros superfluos. Pero entre esos nombres también hay algunos indispensables, los de aquellos que son hermanos nuestros en Quevedo y en el amor de la metáfora.
Veinte años han pasado ya desde que tu pluma nos dejó huérfanos, Georgie. La Literatura descree de lo que afirma el tango de Gardel, la Literatura no comulga con aquello de que veinte años no es nada y “errante en las sombras te busca y te nombra”. Tu fama, tu gloria y la fama de tu gloria han quedado grabadas en la piel de los tigres y en la memoria de tus lectores, esa memoria que al conjuntarse es mucho más que la de Funes. Pero cuánta razón tenías, che: ¡qué linda es la literatura!
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