Debería buscar un par de cosas y dedicarme a ordenar otras. Acicatearme a crear organizadores mentales para arrancar con más facilidad cuando lo requiero: "¿recuerdas a...?", "de seguro, mas... no...". Mas no. En la entropía está el gusto y en el refinamiento el placer (refinamiento al que opto de forma subrepticia incluso a mi yo interior). Me degenero la mente y me gasto los dedos. Digámoslo así: ya no soy lo mismo de antes porque a) simplemente envejecí y perdí la jovialidad vital o b) me oxidé en el camino amarillo que se destiló y se puso medio blancoide (como leche cortada). Lo único que puedo pensar con claridad en este tiempo son los enredos mediatos (como la leche cortada) y completamente insustanciales; puros asuntos racionales de encadenamientos lógicos e insanos, por no decir falaces cuando las premisas sobre las cuales cimento mi visión no están comprobadas por el menor sesgo científico.
Es verdad que nadie corrobora las introspecciones bajo métodos rigurosos de análisis, pero de todas formas, siento que me paso a llevar cuando pienso cosas erróneas (como las veces que construyo silogismos falsos y mediocres o intento dar aleteos desesperados en busca de sensaciones bergmanianas). Además mi reduccionismo espeta con altivez a la expresión loca y suelta que antes tenía para mostrarme (o venderme como putilla vulgar, anti sofisticada). O quizás, sin más, le perdí el interés al ventilarme y me convertí en algún individuo asceta dispuesto al servicio de la humanidad. La mía y la otra.
Y pienso todo esto como efecto de que pienso varias cosas desparramadas como miel derretida chorreada sobre el mantel de la once (de plástico rojo a cuadritos y algunas flores verdes, feas). Viajo de aquí para allá como intranquilo o batido a descubrir algo importante que definitivamente no existe. Y aún así, en contra de toda empiria experiencial, me invito a mí mismo, patéticamente, a iniciar búsquedas concretas de griales imaginarios, ignorando lo duro que demuestra ser la comprobación de que Arturo nunca vio copa (digamos que es la fe en la fe lo que me hace continuar ante mis hermosos fracasos realistas -llamándole fracaso a la consecución sin fin de rutinas archiconocidas sin un dejo de espontánea novedad multidimensional-). Lo bonito de vivir así es lo inmediatamente anterior al impacto del pavimento cuando vienes dichoso desde un doce o treceavo piso, volando por fuera de los departamentos y con el viento en la cara que, cándidamente, confundes con vida plena (eso sí, sólo durante aquella ínfima fracción). Aunque quizás eso sea la vida plena: una ínfima fracción antes de la metamorfosis de los sesos en puré.
Lo que sea. Me paseo incontroladamente entre varios palmoteos de mi lengua (expresada a través de mis dedos) para decir que deseo escribir alguna cosa, por pequeña que sea, para no perder la costumbre y/o no olvidar el rumbo (aquel misterioso vector que me facilita las decisiones cuando todo se enreda como madeja jugueteada por gato traidor a la anciana que le da de beber). Y quedo allí. En la mínima descripción o en el agujero pequeño a través del cual no pasa lo que quiero hacer pasar. Terrible, drásticamente noto que no se deglute, y simplemente me rindo humillado ante la sensación insultante que me asalta y obligar a repasar y repasar teclas sin llegar a ningún sitio. Suspiro pensando en las brillantes y ambiguas, geniales descripciones que Cortázar o Lezama Lima lograron recrear hace más de cincuenta años, aquellos manoteos de gigantes enanos y metafísicos, borrados del mapa para ser brújula inversa de algún Wagner inflable dirigiendo ejércitos de hormigas al paraíso.
Pienso: hay millones de conexiones neuronales que perdemos día a día. ¿Cómo mantener siempre activo lo que uno desea perdurar? ¿Cómo poder retener lo otro, lo indescriptible, lo que parece ser la llave de la puerta que tampoco está? (en un instante, en un hermoso instante, todo lo que dices, piensas, haces, sueñas, recuerdas, se fusiona en un todo melodramáticamente hermético, cerrado y con finas terminaciones, y sí, estás con la mano estirada hacia la manilla de la puerta del valhalla contemporáneo, y por supuesto, obvia, sardónicamente, justo cuando el milímetro que distancia tu existencia de lo que deseabas avisa con desaparecer, en ese flectar final en que el tiempo comienza a pronunciar con ceremonia que ha caducado la espera eterna, llegas a algún desvío idiota, vacuo: es el viento el que te golpea la cara o el vecino que te pide que le des la pasada para bajarse de la micro, o el profesor, luciférico, el que te llama la atención, o una piedra inerte que te tropieza en la vereda o el ring execrable, neurótico, del teléfono instigador que te avisa que le avises a los sostenedores del hogar que por favor paguen la cuenta del teléfono o los meterán a Dicom). Sueño: poder hacer conexiones neuronales en las direcciones que yo estimo convenientes y no fortalecer día a día la frustración. Sé: que eso no es posible mientras siga siendo tan pequeño como lo soy.
Crecer. Crecer y divagar. Crecer para ser más pequeño, para aumentar la edad, las células muertas, para llenarse de alguno que otro dato al día (la bencina bordea los setecientos pesos, Woody Allen vuelve a filmar en Europa, mañana dan pulpa de cerdo con tallarines en el casino de la universidad) para distraerse del foco principal que te ilumina clarividente por las noches y por las mañanas: el norte, hijo mío, el norte cada día se vuelve más turbio. Y con esto no estoy diciendo que mi vida tenga tendencia hacia la maldición o la desgracia, o que la turbiedad sea un asunto eminentemente negativo o pordiosero de la felicidad. Lo que quiero decir es que cada día tengo menos certezas por más preguntas, menos elecciones y más alternativas, más distorsión de una misma realidad que parece tan endeble como endeble la postura terrocéntrica de que mi planeta es más acogedor que Marte. Y el punto en cuestión es: con el pasar de la vida, con el aumento de dígitos etarios, y con mayor apertura de pensamiento (en el sentido inverso a lo que sería la ganancia de certeza en detrimento de una mayor intolerancia y estancamiento del crecimiento ideológico-existencial) más y más crece la perturbación en mi lóbulo frontal. Me veo a mí mismo sin determinación ante temas esenciales. Sin discernimiento ante lo bueno o lo malo, alterado y rotundamente incapaz de saber si este país es mejor que este otro, efectivamente los dos valen lo mismo o ninguno vale nada al lado de la población que la compone, que bien podría ser tan diversa y diferenciada que no logre ser vista como un todo aplicable ante el mismo altruismo humanitario, que sin embargo, moralmente se considera necesario de otorgar de forma ecuánime y sin la aplicación de sesgos o discriminaciones llamadas vejatorias, que buscan en ese estímulo el sobrepaso de la barrera del prejuicio o estereotipo; estereotipo existentemente vital desde la idea en que el ahorro de cognición para analizar una determinada situación social me permite no enloquecer ante la confluencia maremoto-torbellínica de información que procesan agobiados cinco o seis de mis sentidos conscientes biológicamente aceptados.
¿No será mucho?, me pregunto ante el incremento de la complejidad de compresión holística de la cotidianeidad. Incremento desaforado, inmensurable. Incremento que me deja fuera de combate y me obliga a sentarme en una sillita polvorienta del rincón, para meditar con simpleza que mi cerebro humano se dirige inexorablemente al anonadamiento absoluto, suscitado por la parafernálica confluencia de tanta visión distinta en torno a una misma esencia. Digo ¿Cierto que es correcto velar por el bien? ¿Cierto que es correcto preservar la vida? ¿Por lo mismo no sería lógico ser altruista y prosocial? ¿Por qué entonces somos tan egoístas o es acaso ese egoísmo el real motor de agrupación consciente de personas en torno a una manuteción común que llamamos sociedad? ¿Actuaremos en torno a un egoísmo colectivo que entonces destruye ese altruismo en mil fragmentos de acciones autosatisfactorias? ¿Entonces velamos por el mal? ¿O es eso el bien y lo otro el mal, y esto que me hace beneficencia lo correcto, y perverso en cuanto me destruye? ¿Tan laxa es la moral? ¿Puedo ser decidido en mi forma de pensar en relación a algún tema de importancia sin caer en una subjetiva y demasiado personal cosmovisión (siendo que por definición una cosmovisión es una interpretación personal)? ¿Puedo confiar en la existencia de algún tipo de objetividad si mi empiria me manifiesta con fiereza que lo que yo sé es lo único que existe? ¿Y lo nuevo, y lo otro, y la manilla que creí ver, la manilla que abría el valhalla del ahora ideal? ¿Nada de esto existe? ¿O existe dentro de mí y aún no lo he descubierto?
Sin duda estas y las otras miles de preguntas, nacidas a diario, pueden usarse como el mismo motor al gusto por vivir como a su desencanto formal. Gusto por vivir gatillado por la curiosidad de saber qué es lo que estás viviendo. Una vida instrumental, determinada por la comprensión de lo que experimentas, de lo que te aturde los sentidos e interpretas y configuras como cierto. Es verdad que verlo así destruye un sentido enérgico de vivir por vivir y magnetiza lo respirado hacia la imanística idea de que la existencia carece de sentido. Es coherente pensar que esa premisa no es entusiasta o alegre, sino oscura y apesadumbrada, desilusionada. Mas esos mismos atributos, que pueden ser leidos como defectos, son los rasgos que potencian una vida más rica en producción interna, comprometida con sus procesos y desembocaduras, atenta a los cambios y múltiples varianzas de un mundo exterior degenerado por nuestro enredado sesgo interpretativo.
Al final todo se minimiza a rozar con la punta de los dedos una niebla muy espesa. Al final todo se encauza hacia un devenir trashumante entre lo ya visto y lo escondido, sea o no sea parte de nosotros. Y con final me refiero al objetivo de este esbozo, que le gusta estirarse y bostezar en espacios ajenos y medio cojos, pero también propios, porque no hay nada más personal que intentar comprender qué/quien mueve los hilos de tu presente: ese espacio donde gravitas solitario desde el día en que entendiste que al final de los finales todo se explica como un equilibro entre tú y lo otro, la infinita, la eterna interrogante. |