Tenía un olor amable, pero normal. Una mezcla de grasa, sudor y nuez moscada, que le daba aires de simpatía. El color solitario en su rostro, lo compensaba con la sonrisa bajo una nariz superlativa, razón de sus amplios conocimientos misceláneos.
Tal como su presencia fue opaca, su ausencia se volvió translúcida, y permaneció así durante unos días. Los martes, amarillos igual que abril, acaparan interés en sí mismos, por lo que nadie reparó en la ausencia de Gabriel. Fue recién un miércoles, celeste, cuando nos preocupamos y decidimos llamarlo. Su teléfono estaba apagado; esperamos hasta el jueves. El día más verde de la semana nos presentamos en su departamento. Ante la nula respuesta decidimos volver al siguiente.
De todos los viernes fucsias, este resultó el más gris. La llave de repuesto, que yo custodiaba, hizo el click que abrió la puerta. Terebrante resultó el trozo de pollo agusanado sobre la mesa, a medio comer. Restos de un florero de muerte conminuta tapizaban sus zapatos, mientras un rayo de sol olor lavanda teñía la mesa y se escondía en un rincón. Sólo el Feña se acercó al cuerpo. Su olor putrefacto remedaba al pollo responsable del semblante azulado de Gabriel.
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