Silvia se había refugiado en su silencio para ocultar las penas de su vida.
Un marido fallecido y una hija víctima de una enfermedad eterna.
Demasiado dolor para un solo corazón, que tiene una lista de heridas más extensa que un campo abierto sin horizonte ni mar.
En su juventud había sido habilidosa con las manos, pero la vida le había quitado la felicidad de crear y dejó todo olvidado en un rincón.
Siempre deseó que su príncipe volviera o que el hombre del falo solar, del que había leído alguna vez, la sorprendiera dormida una noche en que la luna y el sol se hicieran uno. Sueños que entristecen el alma y marchitan la ilusión.
Un día como cualquier otro, pero muy distinto a los demás, una mujer vino a su casa y le habló de los poderes curativos de la tejedora de sueños.
En el pueblo aún discutían si la tejedora había profesado el oficio divino o el arte del mal. Quizás una combinación de ambos, dando con una mano y quitando con la otra, pero siempre dejando más pena que alegrías a los que debía ayudar.
La salud de su pequeña Florencia empeoraba cada vez más, no había salida para Silvia, ya no era vida verla acurrucada en un rincón de la cama, como pan que no se vende, como una flor que se marchita cuando no se la mira más.
- ¿Qué es lo que sientes? -le preguntaba una y otra vez a su hija- Háblame de ti, hazme reír, quítame esta pena de los labios, por favor ...
La niña no contestaba, y se sumergía en el sueño amargo de sus días sin sol.
Una mañana, Silvia decidió ir hasta donde estaba el Santuario de la Tejedora de Sueños, corriendo el riesgo, pero sin dudar, porque ya no podía soportar su propio penar.
- La paridad es un sueño lejano, a mi siempre me toca perder –dijo Silvia entre dientes- No estoy dispuesta a vender barata esta derrota. Voy a pelear hasta el final.
Con el pecho perforado y vacío llegó hasta el lugar. Sus ojos llenos de lágrimas contemplaban la figura tallada en la piedra, sus manos temblaban al abrir la pequeña bolsa de cuero que colgaba de su cuello. Con dificultad sacó dos puñados de cabellos, uno de ella y otro de su hija. Los depositó a los pies de la imagen y rezó. Una tristeza infinita la invadió y no pudo evitar que un alarido de angustia brotara de su interior.
Al regresar abrazó con fuerza a su hija y esperó el milagro, pero los días pasaron y la cura no llegaba.
Silvia no volvió a dormir bien después de ese día. Se despertaba cansada sin recordar lo que había soñado. Se pasaba los días orando y mirando hacia el lugar donde había dejado lo que le quedaba de vida.
Una mañana Florencia despertó y fue con alegría a buscar a su mamá.
La encontró acostada sobre sábanas blancas, con una sonrisa en los labios, dos agujas clavadas en el vientre y un tejido sin terminar sobre el corazón.
Florencia creció con esa imagen tatuada en sus retinas. Se hizo fuerte y siempre luchó para llevar adelante su vida.
Por años nadie se animó a andar el camino que conduce al santuario de la Tejedora de Sueños. Pero un día gris de otoño, la hija de Florencia sufrió un grave accidente en la ruta principal.
Entonces Florencia tuvo que caminar hasta el altar, para ofrendar su cuerpo y su alma, como alguna vez había hecho su mamá. |