Viaje en colectivo
Viajábamos todos apretados, unos contra otros, rumiando nuestra continuidad como si fuese un amargo mordisco de pasto duro, éramos gemelos, dentro de una gran matriz metálica, unidos por un bizarro cordón umbilical de acero atado a nuestras manos, ahorcados lentamente con la inercia de la rutina.
Nos mirábamos indiferentes y nos deteriorábamos indiferentes, podíamos ver marchitarse cualquier reflejo que existiese en los ojos frente a los nuestros sin dar la más mínima señal de emoción, podíamos ver morir a quien nos apretaba y compartía su calor somnoliento sin siquiera inmutarnos, éramos depredadores, dispuestos a devorar como caníbales la primer muestra de debilidad humana, amábamos la carne, la sangre, los tendones sufriendo, amábamos la muerte y los dioses incompletos, éramos un gran cáncer.
Vivíamos en el recuerdo, atados a metas inexistentes, superadas o inalcanzables, con una total incapacidad de gozo, cumpliendo la cíclica e inacabable historia de Abel y Caín, existíamos como helados trozos de hielo, sólo efímeras pasiones perdidas en nuestra traslación continua.
Ofrecíamos falsas sonrisas a falsas mascaras de carne, o al mejor postor, éramos gusanos devorando gusanos dentro de un cascaron blando y elástico.
El alimento estaba acabado, y la gula era incesante, necesitábamos penetrar la oscuridad envolvente que nos atrapaba los parpados, necesitábamos superar el peso de la vida, hacer más llevadero el pestañeo universal que nos fue concedido.
Estábamos fraguados en guerras, en hambrunas, mentíamos compasión por educación, sentíamos hambre por cronologías, amábamos porque estaba escrito que era necesario hacerlo, teníamos sexo desesperadamente, de forma visceral y asesina, machacando un cuerpo sudado que caído en desgracia de una noche se convertía automáticamente en victima de nuestro embiste, nuestros pensamientos eran simples ramificaciones de una paranoia, y la paranoia nuestra vida, y así, viajábamos, dejábamos atrás años luz de hormigón latente, engañábamos el guiño absurdo de los semáforos, escuchábamos los chirridos como si fuesen hipnóticas notas de alguna pervertida sirena, y pobres de nosotros, no atinábamos siquiera a tapar nuestros oídos con cera, pues el vicio era nuestro único don real, el único logro alcanzado como humanos, necesitábamos del vicio tanto como de la fe, sin uno o sin otro perdíamos el relleno, convulsionábamos y seguíamos nuestro camino, apagados igual que antes, amargados, igual que antes, pero ni siquiera desesperados, que era la mayor demostración de vida que podíamos lograr.
Ahora simplemente transitábamos, errando por momentos parte de una autopista suicida que no tenía otro final más que la muerte, y ningún logro más que la farsa.
Éramos animales enfermos, nacíamos enfermos y nuestra peste caminaba en dos patas, nuestra peste se reproducía, se alimentaba, marchaba entre nosotros, y la llamábamos hermanos, padres, hijos, amigos, amantes, dioses y hasta el rostro en el espejo.
Se acercaba mi parada, rumiando mi amargo pasto, mi trozo de vida, el retazo diario del collage que se convertía en la historia de una vida, la inercia de la inexistencia, presioné el timbre, le saqué una mirada malhumorada al conductor y me bajé del colectivo. Era otra llaga en la lengua de un gigantesco monstruo de cemento, era el resultado de un mal cálculo carnoso, era un tumor disfrutando con la muerte lenta de mí presa, la célula corrupta entre células, era la traición del músculo sobre el hueso, era un humano más, un simple humano más viajando en colectivo. |