Las mismas manos sujetando incertidumbres; iguales ojos aterrados e ingenuos; distintas siluetas sobre esa empinada cuenca de la ancianidad; opuestas miradas engarzadas en una misma sangre... Estaban ahí, abrazados en un ir y venir de sentimientos truncos. Frente a él, la madre inválida balbuceaba toda una vida; dentro suyo, el tiempo se había esfumado en temerosas mascaradas. Los vi desde mi apartamento, como dos luces opacas que se mantenían aferradas al recuerdo; secos; grises; fundidos en la soledad de una tristeza, en una estampa quieta y melancólica que me atrapó con solo verla. La noche declinó su oscuridad sobre las fuentes de esas pieles, mientras él ya anciano, escuchaba las espaciadas letras de su madre con eterna devoción.
Nadie ni nada podrá irrumpir en ese momento tan sublime, donde las almas se reducen a una mirada o a una queja, y el tiempo transforma su ritual en ese instante; el mismo que conmocionó mi vida hechizada con su espejo...


Ana Cecilia. ©