"Estoy a favor de la verdad, la diga quien la diga.
Estoy a favor de la justicia, a favor o en contra de quien sea.
(Malcolm X)
-¡Silencio en la sala! Es tiempo que hable el acusado. (Exigió el juez)
-Gracias, su Señoría, es usted muy amable. (Responde antes de tomarse unos segundos para hablar).
Muy respetados miembros del jurado:
Es difícil para mí asumir mi propia defensa, toda vez que no hubo –ni de parte del Estado- un abogado de oficio que me asistiera. Para todos –creo- mi causa está perdida y la presente audiencia es apenas un trámite formal que se debe cumplir. Incluso, y no lo tomen a mal, siento en sus miradas, cargadas de recriminación y desdén, un odio ciertamente comprensible, pues estoy seguro que desconocen la sórdida verdad de los acontecimientos. Mas no los culpo; yo mismo, en su lugar, y con los agravantes que se me imputan, dictaminaría sin atenuantes mi propia condena. Pero la justicia, como en algo es sabia, me da libertad para defenderme y así enaltecer su aparente imparcialidad. Ruego, pues, su infinita paciencia y sin más rodeos empiezo aquí mi legítima defensa: ¡Soy culpable, señores! (Corta pausa). Sí, oyen bien, soy culpable; pero del hecho de nacer. De la infausta esencia con la que fui concebido y de la naturaleza vil con la que fui dotado y jamás liberado. Aunque no lo crean, señores, no estaba en mí hacer el mal -al menos no por mi propia voluntad-, lo cual –si me es posible- trataré de demostrar. Sé que todo me incrimina y que la sangre hallada en mis vestiduras y en mi cuerpo corresponde ciertamente a la victima. Les puedo asegurar, así se afirme y se diga aquí todo lo contrario, que no fui yo quien en verdad la mató. Ustedes saben bien que existen autores materiales pero principalmente los hay intelectuales. Y no se sorprendan si ese autor intelectual se encuentra ahora mismo en esta sala, impune entre nosotros… (Se oyen murmullos que se son acallados de inmediato por el juez).
Si me permiten lo demostraré a cabalidad. (Nueva pausa).
La semana pasada me celebraron un cumpleaños simbólico, pero –la verdad-, mi edad ha sido un misterio para mí, pues nunca he sabido cuántos años tengo ni qué tan joven o viejo soy. Para mi último padrastro, a quien yo siempre reconocí como mi verdadero padre por su gran corazón, yo era su “muchacho” y él vivía muy orgulloso de mí y me tenía bajo un cuidado especial, protegido del mundo. En cambio, para su esposa, quien nunca se sintió a gusto en mi presencia, yo era un problema. Ella decía que yo le intimidaba y le causaba espanto. A mi padre eso no le molestaba, pues jamás puso en duda mi valía; sin embargo, optó por mantenerme aún más alejado de todos y sólo él se encargaba de mi custodia. Mi suerte cambió de un día para otro con su muerte repentina. Otra vez quedaba huérfano y a la deriva… (En esto parece gimotear, pero continúa…). A esa altura, ya vivíamos solos, pues su mujer finalmente nos abandonó. Fue el Estado quien se quedó con lo nuestro, e incluso yo mismo fui a parar a la casa de un ilustre magistrado de la ciudad, quien me apadrinó, pues era viejo amigo de armas de mi padre. Al principio, su aprecio hacía mí fue auténtico y sus demostraciones de cariño fueron sinceras, pero poco a poco empecé a percibir que buscaba algo de mí que ni yo mismo conocía: mi innegable instinto asesino. (Nuevos cuchicheos en la sala y una invitación del juez a ser breve y concreto).
Bien, señores, sé que no dispongo de tiempo suficiente para una detallada exposición y –en apariencia- todavía no he dicho nada que conlleve a demostrar que no soy el autor intelectual de este vil asesinato en el que, incluso, fui más un testigo presencial que actor principal… (Aquí toma un hondo suspiro).
Mi tutor, o mejor aún: mi nuevo dueño (Declaración que causa desconcierto), miembro destacado de esta sociedad, empezó un lento trabajo de instrucción y adoctrinamiento que fue calando mansamente en mi espíritu, si se quiere hasta entonces, inocente y desprevenido. Recuerdo sus monólogos donde se extendía discurriendo sobre la falsa justicia del país y de las falencias de las leyes de los hombres. Él me decía que sólo creía en la justicia divina, pero se quejaba de ésta porque podría tardarse demasiado, mientras aquí en la tierra seguían libres los asesinos, los homicidas, los traidores y toda clase de seres ruines que perjudicaban a la sociedad. “Eso no es justo”, decía. “Alguien debe hacer algo al respecto”, me repetía. Y yo empecé a pensar que si no era él, nadie más lo haría. Con el tiempo, y después de mostrarme casos reales de injusticia, comencé a sentir que debía ser su aliado en la búsqueda del equilibrio y de la limpieza de la sociedad, y -sobre todo- por el honor y buen nombre de la rigurosa moral de la ciudad que tanto él defendía a capa y espada. (Carraspea para aclarar su voz). Sí, señores, un mal día, me vi a su lado para tomar justicia por nuestras propias manos; y yo le ayudé, lo confieso. No recuerdo en estos momentos a cuántos les dimos el merecido escarmiento que la ley en su estrechez les había perdonado. No es esta la única víctima, señores, y no me ufano de ello. No. Para mí era motivo de sufrimiento ser su esclavo y esas muertes me desgarraban el alma… (Se muestra compungido). Suplico, pues, su clemencia, su conmiseración, señores. Yo también fui una víctima más del anónimo verdugo de quien fui sólo un mudo instrumento: su arma letal. Él me utilizó y ahora quiere lavarse las manos abandonándome con la irrefutable carga de la prueba que no me es posible en tan breve espacio demostrar. (El juez recrimina su vaguedad y le concede dos minutos más de exposición, al tiempo que acalla qritos de: ¡Asesino, asesino!).
Únicamente tengo una pregunta para el señor, Juez: ¿Podría Usted, su señoría, decirme su verdadero nombre de pila antes de nacionalizarse en este país y cambiarse el nombre? (El juez queda perplejo ante la pregunta del acusado, mientras el auditorio, al unísono, como un solo ojo, le mira interrogante en espera de una respuesta. Finalmente el juez dice a secas llamarse Rainer Rancosi Huarmani, e impele al singular acusado a culminar de una vez su intervención).
Sí, Señor, Juez, deme –por favor- unos pocos segundos más. Pido al señor fiscal que se acerque y observe bien este lado de mi rostro… (Sorprendido el fiscal se aproxima y examina con detenimiento la cara aún ensangrentada del acusado, la cual –con impresión- percibe fría e impasible. Dice no ver nada especial, pero el acusado le insta a que limpie un tanto su faz y busque una especial cicatriz. Atónitos ante el espectáculo, la sala era un eco de murmullos y de voces expectantes en espera del inusitado desenlace. El fiscal llama al orden y en tono elocuente dice haber descubierto la señal y procede a explicar lo que ve:
Aquí aparecen finamente repujadas las letras R. R. H. ¿Señoría, no es este acaso su puñal?...)
Bogotá, junio 14 de 2006. |