Recuerdo cuando era niño casi siempre jugaba frente a mi casa amarilla que con sus alegres ojos y sorprendida boca me observaba. Eran mis juguetes: piedras pequeñas, pedazos de tablas, latas y pomos vacíos. En ese tiempo no los veía como ahora, en ese entonces eran automóviles postmodernos, camiones de carga, naves interplanetarias y maquinas del tiempo.

Recuerdo que con mis manos oscuras azucaradas por el polvo, formaba pequeños muros de aquella tierra blanca a los que yo creía grandes casas con grandes cocheras; a veces despejaba la tierra hasta llegar al duro salitre y esos montones de polvo pálido eran largas carreteras modernas y más aún me gustaba que sean caudalosos ríos en los que se sumergían mis autos transformándose en submarinos, en barcos y a veces en naves velocísimas para en sinuoso vuelo escapar de voraces remolinos y esconderse en las cuevas o bases secretas que ofrecían los hachones de mi cómplice hogar.

Cierto día mientras el sol giraba en torno mío y mientras estaba yo en la fantasía de mi juego sentí la voz alta y aguda de mi madre que dijo: ¡Yerard sal de la tierra! Yo me quedé inmóvil con una tabla en mi mano derecha y los ojos soñando; pensando en como salir de la “Tierra” y me imaginé con la misma luz volando tras las estrellas, descubriendo mundos, conquistando planetas; cuando súbitamente apareció Any, mi mejor amiga de la infancia, me dio un beso en la mejilla y con su sonrisa traviesa me dijo: ¡A qué no me atrapas! Olvidando mi fantasía eché a correr tras ella.