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Tu bien sabes, que al verte por primera vez, te reconocí sin duda alguna. Y de qué confines, los más terriblemente guardados tú venías

André Bretón

En ese instante, eran dos sus pasatiempos favoritos. Contener la respiración para escuchar los latidos de su corazón. Pensar que el destino es preguntarle cada día cosas trascendentales a una ruleta.

Desde luego, ni una ni otra distracción conseguía espantar las pesadillas ridículas que se alojaban para dormir: escenarios llenos de polvo, monstruos vetustos.

Se incorporó para observar la luz azulina del amanecer. La luz iluminando el muslo derecho de la mujer a su lado. La misma de sus pesadillas. Pensó en la extraña coincidencia entre placer y dolor. Entre éxtasis e infierno. Era una ironía.

Y un peligro, también.

Pensó en escribirle, pensó en dejarle algo de música y abandonarla. Abandonar este amor borroso, con todas las cicatrices y sus pieles. Jota pensó en cambiarla por paisajes de luna, sin mirar atrás, como quien por fin escapa de un laberinto, habiendo pagado al salir.

¿Quién nos guía hacia el abismo?

A todos nos gustaría que los amores inciertos llegaran a puertos de óleo, resplandecientes. Pero tú y yo sabemos que el viaje puede ser sangriento, lúgubre, como un sueño de crucero convertido en una mala película de horror. El naufragio.

Si me despido con esta nota, esta vaga nota de suicidio, es porque prefiero que nunca sepas, que nunca tengas la certeza. Prefiero dejarte con tu piel de amanecida y todas las pieles que vendrán preguntándote cuál podría ser la estúpida razón de mi ausencia. De mi silencio.

Y así, por todos los años que me quedan, ser un espectro, ser la sombra de algún extraño parecido a mí. De alguien a quien sigues por la calle sólo para averiguar si soy yo.

¿Es aquello menos cruel que la verdad?

¿Es eso menos obsceno?

Quizás sea la hora de una verdad dolorosa, de decirte que no presenciaré tu muerte. Que me niego a observar tu agonía.

¿Martín? Dice ella, como preguntando con voz de desvelada la razón de estas lágrimas de ira. Lloro porque veo a través de la gente. No sus sentimientos, sino que sus órganos vitales. Si quiero, puedo ver el aspecto de tu estómago, de tu útero o de tu corazón. Es la simetría del silencio. Lo que no existe. El silencio no existe, se superpone a sí mismo. Yo percibo los ruidos que hace tu corazón, los veo, los siento. Puedo verte como en una radiografía. Como en un ultrasonido.

Y sé que estás enferma. Que quizás no vivirás por mucho tiempo. Y yo no puedo estar toda la vida extrañándote. No me puedo pasar el resto de mis días pensando en ti.

Yo no soy médico, joder, nunca he querido serlo. Yo para lo único que soy bueno es para tomar fotos y hacer cafés con leche y hacerte el amor.

Ella hace lo inexplicable: ríe. Ríe como si esta historia fuera humor negro, ríe como para no llorar. Forcejeo con su pijama y me escondo entre sus piernas.

Ella gime y me gustaría preguntarle por qué cree que soy mexicano.

Texto agregado el 13-06-2006, y leído por 123 visitantes. (0 votos)


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