(llamalo como quieras)
Ni frío ni caliente. Tibio. Ni blanco ni negro. Gris. Así era ese pequeño hombre que atendía el bar de la esquina. Siempre apoyado en la vitrina. Ella sostenía su codo, éste su brazo; su mano, el vaso de caña. Ojo, sin bautizar. En la otra mano, el tabaco. Alternando con sus labios y su lengua, que humedecían a ratos continuos el borde del armado. El bar, oscuro, sucio y todos los adjetivos que a uno se le pueden ocurrir cuando describe un lugar o persona que no le agradan. Allí sucedió esta historia. O no.
-¡Idiota! ¡No podés dar esa falta envido con 32!
-¿Qué querés? Me confié. Vos viste que justo pasó un pájaro por la ventana...
-¿Y?
-Vos sabés que yo soy cabulero y los pájaros siempre me dan buena suerte.
-¡Andá a cagar vos y tus pájaros!
-Bueno, hombre, no se ponja así... No es para tanto -intervino, como siempre, con ánimo mediador, el dueño del bar.- Ijual mañana me pajan las copas.
-¡Qué me importa pagar las copas! Lo que no me gusta es perder.
Allí terminó la discusión. Los últimos clientes se fueron marchando y el hombrecito comenzó a baldear el piso con el mismo agua del día anterior y los mismos trapo, balde y lampazo del año pasado. Y el hombre se fue con su amargura, pateando piedras, escupiendo y murmurando a gritos.
-¡No me gusta perder! ¡No quiero perder! ¡Estoy podrido de perder!
Esa noche pesadilló.
-¡Treinta y siete! ¡Tomá! ¡Ja, ja, ja...! Gallego, serví otra, serví no más... Viste, ¿qué te dije? Hoy ganamo y hoy ganamo.
-Sí. Tenías razón -dijo su amigo con un dejo de desinterés.
El hombre del bar (mozo-dueño-limpiador) apresurado, se tropieza con el balde y el lampazo, su cabeza contra la mesa (botella al piso), su tabaco encendido sobre la bebida. Y el fuego entre los muchachos calcinados y el bar destruido. Y el despertar sudado del hombre y el grito de ¡gané...! ¡gané...!
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