Rod Taylor se apretó con fuerza los ojos bajos las oscuras gafas de sol. Instantes antes una azafata lo había despertado para conminarlo a bajar del avión. Se desperezó con parsimonia agitando gracilmente sus largos brazos mientras observaba con agrado que nadie quedaba ya en el fuselaje salvo las sobrecargo que, afanadas en sus labores, apenas le prestaban atención. Miró por la estrecha ventana del aparato y vio la amplia loza del aeropuerto bañada por el sol matinal. “Así que este es el aeropuerto de Túnez”, se dijo sin de momento recordar nada de la noche anterior. Al decir “Túnez” se sobresaltó. Recordó haberle preguntado a la azafata dónde se encontraban y que ella, amablemente extrañada, le mencionaba a Túnez como destino del aparato. Se encogió de hombros y bajó del avión con el pelo revuelto y tufillo agrio circulando por sus dientes.
El agente de aduana le preguntó algo ininteligible en un idioma que parecía inglés.
—I don¨t speaking english —chapuceó. El agente volvió enseguida con un traductor.
—Que dónde está su equipaje –preguntó el traductor mientras el agente revisaba su pasaporte.
Rod cerró los ojos y trató de recordar. Anoche salió del hotel para ir al aeropuerto.... !Sin su maleta ni su ropa, ni nada de nada!. Palpó el bolsillo trasero de sus jeans y se tranquilizó al notar el bulto de su billetera.
—No traigo equipaje.
—A qué viene a Túnez?
—A nada en realidad. Soy pasajero en tránsito.
—En tránsito hacia dónde? —volvió a preguntar el agente a través del traductor
—A Santiago de Chile.
—No tenemos vuelos a Santiago de Chile. – respondió el traductor por iniciativa propia.
Rod arqueó visiblemente una ceja bajo las gafas de sol.
—Qué puedo hacer entonces?
El traductor cuchicheó un momento con el agente en una jeringonza extraña y desagradable. Rod ladeó la cabeza y se fijó en el pequeño y poco concurrido aeropuerto de Túnez. “Es casi como el de Santiago”, pensó. “En verdad, no somos nada”.
El traductor interrumpió sus pensamientos de manera cortés.
—Mister Romero, usted no tiene problemas con sus papeles, así que no hay razón alguna para retenerlo. Le sugiero que acuda a las cabinas de las compañías aéreas para averiguar vuelos a Santiago de Chile. Aquí tiene su pasaporte. Buen viaje. —Y se alejó del lugar junto al agente cuchicheando y riendo en su jeringonza desagradable. Rod quedó un instante mudo y quieto con el pasaporte en su mano y la mirada algo nublada aún bajo los lentes de sol.
-Lena, eres tú?. Lena, por favor, responde. Lena. Tuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu. Nada. Hacían ya 48 horas que no tenía contacto con Lena y su ánimo era de melancolía. Estaba algo cansado. Las operadoras de vuelo le habían comunicado en un pésimo español que no encontraría un vuelo a Buenos Aires sino hasta pasado mañana. De lo contrario podía coger un vuelo a Londres o París y de ahí ver algún otro vuelo que saliera ya. No lo convencía. Por ahora no quería seguir volando. Estaba cansado y con hambre. En el apuro por salir de Berlín, de la ciudad prisión bajo el dominio de los nazis, se le había quedado hasta el celular. Estaba literalmente con lo puesto pero, afortunadamente, contaba aún con su billetera, su pasaporte y las tarjetas de crédito. En Túnez no lo conocía nadie, así que no había razón como para no darse un descanso de dos días y recorrer la ciudad como cualquier turista. Aunque esta idea no le fascinó – al fin y al cabo, qué puede tener de interés Túnez – no era menos cierto que no contaba con otras chances más atractivas.
Salió del aeropuerto en dirección a ninguna parte. Desechó unos cuantos taxis que se le ofrecieron casi con provocación
—Halalabed, hobona, bla, bla, bla.- Qué idioma tan raro y espeso. Sonoba gutural, como si estuvieran haciendo gárgaras matinales delante del espejo. Más tarde se enteró que era árabe. Su apariencia llamaba la atención entre los transeúntes ataviados con túnicas y turbantes a pesar del calor. Rod se desplazaba con parsimonia y total indiferencia enfundado en sus viejos jeans de una mezclilla sospechosa, una camiseta amarillenta y arrugada que ostentaba en el pecho una rara inscripción: “Me gusta mi arte” acompañada del dibujo de un chico malo orinando al aire con malicioso placer. Parecía la imagen de Rod en pequeño; desastrado, con el pelo revuelto y esa mirada irreverente y desafiante que Rod ocultaba en esos momentos tras las gafas para el sol.
La ciudad se le antojó anticuada y monótona. Hacía mucho calor y le apetecía una coca cola helada. Miró a ambos lados de una calle chata y estrecha y divisó hacia la esquina un tendedero que ostentaba carteles de propaganda. Entró:
—Coca Cola. —Le dijo en tono imperativo al dependiente del local, un tipo bajo de espesa y blanca barba entrado en años. El barbudo se sobresaltó y movió los brazos en ademán de no entender nada y comenzó a vociferar las ininteligibles palabras de su idioma. Rod miró a su alrededor y descubrió una máquina conservadora de bebidas. Descorrió la puerta mientras seguía escuchando la monserga del árabe cada vez más alto. No había Coca Cola pero le pareció suficiente una especie de bebida de limón cuyos caracteres arabescos le impedían saber de qué se trataba. En fin, la sed era tanta que cualquier cosa que estuviera fría estaba bien. Con gusto se tomaría su orina si estuviese refrigerada, pensó. Se dirigió al vendedor que no paraba de hablar boludeces en árabe y sacó su billetera: hurgó entre las distintas monedas que tenía y se decidió por un marco alemán por ser el billete más pequeño que portaba. El tunecino se indignó aún más al ver el billete y observar con estupor cómo Rod no esperaba concretar la compra para abrir la pequeña botella y beberse su contenido de un trago.
La salagarda dentro del pequeño almacén había cobrado alguna dimensión puesto que se habían unido al vocinglerío unas cuantas personas que presenciaron el incidente. Rod cogió otra lima del conservador y volvió a secar su contenido. Eructó con estruendo ante el estupor de los presentes y miró fastidiado a la gritona concurrencia de hombres y mujeres excesivamente ataviados para soportar esas temperaturas e insoportablemente chillonas. Su mente aún se encontraba soporizando los efectos del alcohol de la noche anterior y le dolía la cabeza. Trató de abrirse paso entre el bullicio y casi había logrado su propósito cuando fue retenido por una manaza firme que le apretujó el brazo. Rod s giró su cabeza dispuesto a repeler la agresión pero afortunadamente se contuvo a tiempo: dos policías tunecinos lo sujetaban firmemente y lo miraban con sus ojos oscuros dispuestos a la menor provocación para molerlo a palos.
Continuará...
¿Logrará Rod salir de Túnez, mejor dicho, de la prisión de Túnez? ¿Y qué hará luego? ¿Vivirá, morirá?. No se pierdan las fascinantes aventuras de este ¿artista? chileno de pura cepa.
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