Debo confesar que ninguna emoción en particular invadió mi estado de ánimo, por más que el ambiente se prestara para tal efecto. Ni allí frente al ataúd donde otros que creía de piedra mostraban su congoja, encajada en el rostro.
En mi frialdad o exceso de comprensión de los fenómenos de la vida noté que la mayoría de los concurrentes al acto del sepelio, entre susurros, se quejaban. Discretas y sigilosa frases corrían de labios a oídos como si fuera imposible callar y aceptar el hecho o el escenario. El servicio, el calor, el trato, la familia, las vestimentas, el olor, los pasapalos, el ruido, la luz, etc. etc. Todo, al parecer, era motivo para un reproche o una queja. Y, no era que el público erraba en su percepción, (o quizá si, exageraban) pero que se podía esperar en el ritual de alguien que en vida sólo supo quejarse. Particularmente lo recordaba así a pesar de que era mi hermano.
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