Primera hora de una mañana de junio. Comprueba una vez más el día y la hora en Internet. Corta las etiquetas del vestido y se lo pone, luego calza las sandalias doradas, y entra en el baño. Corrector de ojeras, maquillaje suave, dos brochazos de melocotón en los pómulos, lápiz gris ribeteando los ojos, dos pinceladas azules en los párpados, perfilador morado, barra lila en los labios, y dos nubes de perfume en el pulso de las muñecas. Sale del aseo y se dirige a la estantería de la salita, recorre con la yema del dedo índice los lomos de los libros alineados, saca uno, lo guarda en el bolso y abandona el piso.
Avanza por la calle principal repitiendo en su cabeza los tres dígitos. El camino se bifurca, coge el de la derecha. Siente su cuerpo como un corazón bombeando fuerte, dos piernas temblando y unas manos empapadas en sudor. Se acerca a la caseta, saca el libro y se lo ofrece. Él levanta la tapa, comenta el cariño que le tiene a esa novela, pregunta su nombre y garabatea una dedicatoria. Al devolvérselo, la mira, la reconoce en sus ojos y le pregunta: “¿Te conozco?” Años acudiendo a su cita, libros y dedicatorias repetidas, aguardando la ocasión para decirle que ama el calor de sus palabras encerradas en el papel, y ahora las palabras se le niegan. Tira del libro y mueve la cabeza de izquierda a derecha. Lamenta su cobardía mientras se aleja. |