Colmaba verjas a sus pies,
visionando un sonido intranscendente,
relampagueando el ardor de la muerte,
saboteando las uvas del Edén.
Al amanecer de los pastos
rumiaba el verdor del ocre,
en un suspiro expiraba el hombre,
sustentado de pérfidos dedos.
La muerte feneció,
el oscuro populacho panderetero
cantó al carnicero:
doscientos ocho versos (uno por muerto).
¿Por qué enterrar los pies en el lodo?
¿Por qué sentir amargura despechada?
¿Por qué ahorcarse en un pozo sin fondo?
Rugía Ricardo Rodríguez,
la soledad sonaba carente de sonido,
un paño ardiente para el nacido sinsentido,
bajo el llanto de nimbos.
Lóbrego tras un puente atestado
de gaviotas enlechadas,
con las patas encrucijadas,
desvanecíase en sus pupilas el barro del alfarero.
Eyaculando un Cronos,
infausto a los deudores,
rapaz a los mayores,
trotaba sobre balas de espino.
Castilla, cadáver de tierras,
dionisíaca vitalista,
apolínea fascista,
emanante de la sangre que vendrá.
Páginas ardientes,
narradoras sin palabras
de vidas extirpadas…
doscientos ocho vivos para nada.
Mugieron las raíces celestiales
de la maldad,
ansiando propiedad
y suspiros para amar.
La tierra recibióles,
plasmándose la mundaneidad
de todo, de vacuidad,
de un aliento esperpento.
Ficticias sonrisas,
amalgama de corderos,
fiesta de toreros,
penacho de lirios…
Lirios de rabia,
lirios de verdad…
doscientos ocho muertos:
muerte para la paz.
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