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Los últimos días del mes de marzo se expresaban imparables, vertiginosos, rampantes. Como si hubiesen tomado un atajo escondido por los vericuetos de cronos, atropeyándolo desde atrás, sin siquiera detenerse para el recuento de los daños.
Nosotros, dos personajes atípicos, desertores sin percatarnos de la ciudad montevideana y, a su vez, los más sincrónicos en la intrincable red de cuerpos. Ambos totalmente vanos en nuestras virtudes, el uno con su experiencia de hombre ganador, tanto en materia de mujeres como en esas que se interconectan con el poder y la riqueza; la otra, con una juventud orgánica en la que cuerpo y mente exhalaban bríos de deseo, gemidos de cambio, caricias de revolución.
Los toques de cuerpos fueron tornándose en desesperados manoseos caligulescos que trataban de dislocar una a una las hiladas y filamentos que constituían la sucialmente porfiada vestidura.
Se atora la acción. Me suelta, frívola y estoica, borrosa como una muñeca de hielo seco que yace en la vidriera de una tienda cerrada.
Reedita sus competitivos jugueteos de miradas y me propone flamar mi vida, una solicitud, un desafío, del cual inevitablemente dos de los dos saldrían triunfantes.
–Te desafío a seducir -me dijo, empotrada en la mesa con su cara Picasso mientras (con un leve resoplo) se retiraba el cabello de la frente y encendía prestigiosa un cigarrillo.
–¿Por qué no? -respondí con un gesto Dalí; seguramente trataba de seguirle el pictórico juego.
Palma con palma, piel, falanges y sangre, reptan por uno y otro de sus lados a sólo una milésima de espacio entre mi carne y su piel. El calor se aleja y se acerca a medida que tiemblo. Sus poros se adelgazan, sus vellos se erectan y flanqueo sus molduras utópicas. La giro, mis dedos extendidos despejan la distancia. Las sombras reflejan el complejo de luz que nos bordea. Las manos desaceleran, las caricias se detienen junto al coxis. Atropello la línea que divide sus nalgas. Arremeto con mis yemas sus alrededores, redescubro que la tierra es redonda en sus nalgas. Reparo levemente en sus piernas. Las esparzo y no, su complicidad es sutil. La vehemencia flaquea, levita en las cinturas. Ella cincela con sus ojos la humedad de mi boca. Los instantes jadean esperando el último embate.

Texto agregado el 09-06-2006, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


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