Nunca faltan enemigos, por supuesto...

A esa hora en que la noche es más noche...

En el ático de un roído edificio de apartamentos de N.Y, a los umbrales de una de las tantas postguerras, una pareja discutía en voz baja, hasta que ella -resuelta- acabó con la conversación.
–¡Creo que sos vos el que no puede tener hijos!

Luego de trabajar diez horas lavando y planchando ropas que jamás podría comprarse, Adelaine aún tenía fuerzas y ganas para convertir el estropeado ático en un hogar, y a su joven esposo en hombre. Harry trabajaba prácticamente todo el día, era una especie de encargado de mantenimiento; al menos, así rezaba el gafete, se encargaba de solucionar todo lo que no funcionaba en el edificio, de esa manera podía pagar la renta y nada más.

Pasaron los meses y el tan deseado hijo no llegaba. Los nervios, las ansias, esos apuros que nos da la vida, los forzó a tomar una decisión por demás costosa: irían a ver a un médico especialista.
El misterio fue resuelto a las pocas consultas y a los muchos problemas con el dueño del edificio.
Luego de instrucciones precisas y matemáticas chances biológicas, todo estaba en su sitio: Harry en el sotano, arreglando la caldera, Adelaine en el ático, cocinando, Johny en su vientre, creciendo.
La rutina cálida llamada normalidad era, de vez en cuando, pateada hacia uno u otro costado en el cuerpo estirado y ancho de Adelaine, mientras Harry -con su inmensa mano- dejaba saber a su alma que la felicidad es pequeña y frágil y que ella misma lo hace más grande y fuerte.
Más grande aún que el sueño de sus abuelos irlandeses traído a través del mar para luego emerger de la miseria y la muerte en una ciudad que tenía, como principal vicio, la sangre. Pero eso era antes, reflexionó.
Y como la pobreza no distingue colores ni sexos, Adelaine comenzó a aceptar toda clase de ropa vieja que le daban sus clientes, mientras Harry comenzó a aceptar todo trabajo extra.
Con el invierno, llegó John, John Hoszu, en una típica tarde de enero. Adelaine sostenía algo más tibio y liviano que la plancha, Harry sostenía sus lágrimas con miedo de que desde sus dos metros de altura las gotas de amor despertaran al niño.
Todo estaba en su sitio. Harry, ahora, durmiendo; Adelaine dando las bendiciones camino a la cuna, para luego regresar secreta a la cama.
A esa hora en que la noche es más noche...

Se escuchó la alarma de incendio. Harry, siempre dispuesto a su deber, se levantó maldiciendo. Generalmente una banda de drogadictos lo hacía para divertirse, pero él debía asegurarse de que todo estuviera bien. Besó a su esposa y miró a su hijo tan apacible y entredientes se dijo todo está bien, todo está bien...
Su sospecha se confirmó: falsa alarma. Subió al ático y, al entrar, miró la cuna: el color de Johny no era normal, lo dio vuelta, quiso despertarlo y nada; trató de hacerlo respirar y nada. Adelaine despertó con su primer llamado, se cubrió con lo de siempre y ambos corrieron, entre la nieve, con sus vidas entre los brazos.
Ya era tarde, salieron con las manos vacías y los lugares comunes: lo siento, fue la muerte blanca. Que dios los bendiga, concluyó el doctor.
A Harry no le importaban las lágrimas, a Adelaine no le importaba la vida.
Subieron despacio aunque decididos. Harry entró a la habitación del casero, tomó su arma y lo golpeó fuerte hasta desmayarlo. Siguieron hacia arriba, entre la chusma; un inquilino de los mejores preguntó a Harry qué pasa. Harry lo miró y le dijo “todo”.
En el ático, todo era un desastre, se abrazaron y -con un certero disparo- se destrozaron la cabeza, lo único que había sobrevivido.

Cuando te cuentan algo así, cómo no decir la puta que lo parió, cómo no enojarse con la vida, cómo no pensar que nunca faltan enemigos, por supuesto.