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En el viejo cementerio, quieto, verde, salpicado de gris, a dos siglos de distancia, ex-amante y ex-amada profanan una sepultura enterrando las manos hasta donde pueden. Tratando trabajosamente de tocar la muerte.

Regresaron al apartamento con la mudez como actitud compartida, con la tristeza como carga, pesados.
Todo fue tan lento que en los comienzos el dolor era aceptable, pensaban ya pasará, aunque internamente cada uno -sin dejárselo saber al otro- comprendía que era en vano esperar que alguna cosa, en este caso el tiempo, calmara la persistente pena.
Las horas sonaban a desazón, los días cayeron unos tras otros iguales, como si no hubiera edad, con una sensación de tiempos cambiados, de un por vivir vivido.
Prácticamente no hablaban, aunque tenían mucho que decirse; sus momentos eran distintos, su amargo aburrimiento, igual.
Tantos o más días después, Irene abrió los ojos lentamente y no necesitó moverse para sentir la presencia en su, durante un tiempo desolado, lado izquierdo de la cama. Escuchó detrás de su oreja un rumor, un sollozo atrapado entre párpados largos. Se acomodó como cuando uno se apresta a desayunar.
–No te levantes -dijo él, entre cariñoso y apagado- quiero verte un segundo más, dormida.
–¿Ellos dormirán? -preguntó Irene, viendo hacia la ventana.
Luego se deslizó sobre las almohadas volviendo a su posición habitual. Las sábanas recogieron su cuerpo, la conciencia se fue a pasear por los sueños.
Un ruido inadmisible para el oído humano a esa hora ganó su atención nuevamente, un sonido como el que produce una puerta pesada al cerrarse por una corriente de aire. Esta vez se incorporaron al unísono. El habló.
–¿Quiénes son? El ruido viene de ahí. –dijo, acercándose lentamente a la ventana.
–Están abajo -dijo ella con una risa histérica. Golpeándose en la frente con la palma de la mano, como cuando uno se da cuenta de algo simple, gritó:
–¡Ahora entiendo, sí, ahora me doy cuenta! ¿Cómo no comprendí esto desde un principio?
–¿Comprender qué?
–Los sueños.
–¿Qué sueños?
–Acordate, pensá bien.
–¿De qué querés que me acuerde?
–De los sueños que teníamos cuando nos teníamos. Cuando ella vivía, cuando el amor era tan obvio que no se mencionaba.
–Sí, pero... estaba viva.
–Esos ruidos son ella, nos viene a buscar, ¿entendés? Pero, ¿cómo no te das cuenta, Diego? -hacía tiempo que no lo llamaba así, si bien cuando lo hacía era para imponer su razón sobre la de él.
Volviendo a la cama con una mueca de desinterés, Diego terminó la conversación.
Ella se fue como un susurro; dejó caer su cuerpo por el balcón y un último adiós sobre la mesa de luz.

Texto agregado el 09-06-2006, y leído por 100 visitantes. (0 votos)


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