No todos los días se discute con un vecino el advenimiento de un estallido sónico. Esta mañana, un hombre que vive a mi lado despertó sumido en la más terrible consternación.
—Un espantoso estallido—me dijo mientras intentaba arrancarse las orejas. —Aún puedo escucharlo las ondas, ¿No le ha pasado a usted? De pronto una montaña parece gritarle al oído y es Dios, tal vez, el que quiere decirnos algo—noté que estaba llorando.
—Nunca me ha ocurrido—dije con frustración, como si estuviésemos hablando del avistamiento de la aurora boreal.
No tardé en descubrir que el hombre estaba irremediablemente sordo.
—Hay algo que aún no comprendo—dijo (sus ojos se encogieron y pequeñas lágrimas apresuraron su salida. Sonreía) —puedo escuchar, en la distancia, la música del cabaret donde trabajaba mi madre, hace 40 años—
Guardé silencio, como si necesitase un par de segundos para elaborar una respuesta. Finalmente, dije algo en voz baja, moviendo irregularmente los labios para que no pudiera leerlos (aunque era realmente improbable que pudiera hacerlo):
—Creo que está usted muriendo, o viviendo sólo de los recuerdos, lo cual viene siendo lo mismo. Ahora, hágase a un lado que necesito salir, pues tengo hambre y ganas de malgastar mi vida—.