Esta mañana una compañera del trabajo con la que yo pensaba tenía una relación meramente profesional me ha parado en el pasillo y me ha espetado que me nota muy serio con ella últimamente. Después me ha preguntado ¿Qué si me ha hecho algo que me hubiese molestado?
Le he contestado que no sé. Que no tengo ni la menor idea de cuales son sus actividades y practicas habituales. Que no sé ni como se llama. Que es muy difícil dado nuestro pobre grado de interactividad que una acción suya interfiera con el discurso habitual de mi vida. Que si ella piensa que algo que ha hecho me ha podido molestar, yo, aún no habiendo tenido noticia de su atentado contra el bienestar de mi existencia, puedo deducir que el presunto acto en cuestión ha sido voluntario y premeditado. Y que por tanto a partir de ahora la odio con todas mis entrañas. Precisamente cuando una de mis venas del cuello empezaban a dilatarse de forma clínicamente preocupante henchida de resentimiento y sangre envenenada, apareció otro compañero que me obligó a dejar de retorcerla el brazo. Aunque según me separaba no perdí la ocasión de darle un cabezazo en la nariz. Creo que la próxima vez se pensará mejor lo de volver a molestarme.