LA ESPIGADORA Y UN ÁNGEL
Decían que fue por vocación. Que nació vieja porque en el vientre de su madre tuvo sueños de longeva.
Parece un desatino, pero era la percepción que ellos tenían desde temprana edad. Siempre vieron a la señora muy mayor.
Pero en honor a la verdad, era inexacto pues, haciendo cuentas, ella por entonces frisaría como mucho los cuarenta.
La evaluación de los muchachos de la edad de la mujer estaba trastocada. La gente menuda suele alterar la edad de los mayores y tiende a agrandarla y, en esta ocasión, estaba más justificado dadas las formas de vestir de la matrona. Era costumbre, por aquel entonces, vestir de forma arcaica y oscura, pero lo de esta dama era asunto exagerado.
Era fuerte, alta, enjuta, morena cetrina y algo desgarbada. Vestía saya negra que casi tapaba las negras alpargatas que calzaba; y arriba, blusa a juego. Si jubón en invierno se ponía negro era. Su atavío se completaba con mandil pardo que tapaba aquel refajo o saya y un pañuelo negro a la cabeza que pareciera que nunca se quitaba.
La mujer vivía sola. Enviudó recién casada; una bala, en la guerra civil española de 1.936, mató a su marido.
Jovial, cariñosa, trabajadora, honrada y un sinfín de cualidades más hacían de esta persona ser muy venerada. Pero ante todo poseía una condición que la definía mejor que cualquier otra: era muy pobre.
Esto último, que jamás fue mérito, lo era menos en aquella época, ya que en Albalate, como en toda España, ser pobre era lo normal, pero como en todo hay grados y la escasez de la mujer era grande, su grado habría que ubicarlo en superlativo.
No obstante, como siempre ha habido ricos, aún quedaban.
Y menos mal, pues de esta suerte, en ocasiones, la buena señora era reclamada por casas de potentados y cambiaba su trabajo por condumio.
Cuando el sustento no quedaba asegurado por labor en casa ajena, si era verano, madrugaba y acudía diligente hacia los campos recién segados. Llegada allí, rebuscaba con ahínco un fruto muy preciado.
Lo hacía anticipándose al ganado que andaba presto a consumir el fruto que, las hoces de los segadores, habían dejado caer al suelo de forma involuntaria.
Con el cuerpo doblado todo el día, cogía una a una las espigas de trigo allí encontradas, guardando con esmero este tesoro en una alforja pálida y zurcida, colgada a sus espaldas.
Acariciaba la mies con sus manos duras y fibrosas y, ya anochecido, retornaba al pueblo cansada y satisfecha. Loaba a Dios por el camino, pues el día, aunque largo, había sido fructífero.
Las espigas doradas asomaban por las bocas de la alforja y hasta un talego sobrepuesto y las faltriqueras de sus sayas venían repletas del fruto rubio tan valioso.
Luego en su casa, después de la cena y a la luz de un candil, separaba contenta el grano de la paja y calculaba que aquel día había logrado una gran cobranza. Deducía que al menos en el barreño había dos celemines y medio. Bastante grano era, que luego bastante pan sería. Y mañana más, que había dejado buena rastrojera, y si estaba allí en la alborada, podría adelantarse a las ovejas del tío Miguel el pastor, que ella había visto esos días paciendo por allí.
“Espigadora” le llamaban con cariño y este era su quehacer en el estío.
Era de admirar cómo y cuánto trabajaba la mujer, con qué brío lo hacía y qué poco exigía o se quejaba.
A veces en la orilla de un regato encontraba setas o cogía espárragos. En otros momentos buscaba collejas o armuelles o arrancaba berros en la acequia del Río Torralba para la cena del día. Que el pan con verdura rehogada, qué bueno que estaba. Otros días en El Nogueral, nueces rebuscaba o alcanzaba en el monte bellotas de unas carrascas con una cayada. Que el pan con nueces o bellotas qué dulce que estaba. Y llegado el invierno, con la ayuda de una garrota, como ella era alta, atrapaba ramas lejanas de viejos olivos, rebuscando aceitunas en árboles ya recolectados. Navajeaba aquel fruto que luego metía en un balde o tinaja con agua salada, a la que añadía unos dientes de ajo, ramas de ajedrea y otras sustancias. Que el pan con aceitunas bien aderezadas qué sabroso estaba. Y si la rebusca de olivas era fecunda y sobraba algún saco de las que ella aliñaba, las llevaba al viejo molino de aceite y, en aquel molino, aceite a cambio le daban. Que el pan untado con aceite de oliva qué gustoso estaba.
De esta guisa podría afirmarse que la buena señora tenía otras carencias, pero las del hambre quedaban cubiertas. Por lo demás, se conformaba con lo poco que tenía y no pedía más. Que si acaso añoraba algo, bien pudiera ser el hijo que nunca pudo tener.
Era el caso que en pueblo vecino, vivía un hermano de la mujer, que hijos tenía. Ambos hermanos llegaron a un acuerdo. Convinieron que el descendiente más pequeño del hombre se trasladaría a Albalate y viviría con la tía, que a buen seguro velaría por el sobrino, con inmenso amor.
Era cordial y agraciado el muchacho. Tenía pelo rubio un tanto ondulado y una mirada alegre y satisfecha. Sus ojos azules comunicaban contento y viveza, a la vez que reflejaban una bondad extraordinaria y una nobleza fuera de lo común.
Aunque no era alto ni estaba demasiado desarrollado, sí disfrutaba de un atractivo infantil muy a tener en cuenta, pues poseía cierta belleza y era jovial.
Pero lo destacado del joven era su capacidad para el estudio. El maestro no había conocido antes caso parecido. También los compañeros que intimaron con él estaban sorprendidos. El chaval tenía una memoria prodigiosa y su entrega en el trabajo era tan grande, que resultaba difícil contactar con él para los juegos infantiles, pues casi siempre expresaba que, sintiéndolo mucho, tenía que estudiar.
Se decía, que era la tía la que le imbuía estos menesteres, ya que al ser iletrada, sentía deseos irrefrenables de que algún día él fuera doctor, arquitecto o algo grande y no pobre e ignorante como ella. Algo habría de cierto en estos decires, pero la cuestión es que el chico lo llevaba bien y parecía crecer y gustarse en el estudio.
Desde un principio fue el primero de la clase y el resto de muchachos lo entendía que nunca hubo celos ni ningún tipo de envidia. Todos decían que el saber del amigo era otra cosa y admitían que sus luces estaban por encima. Lo admiraban, esperando ser segundos de la clase y, de esta forma, compartir pupitre con aquel niño prodigio.
El maestro se complacía por el alto nivel del pequeño y no disimulaba su contento, pues nunca recordaba que el chaval hubiera dejado sin respuesta pregunta alguna que le hiciera y, lo que es más importante, haciéndolo de forma prolija y atinada. Daba igual de lo que conversara o preguntara. Por citar un ejemplo, en una jornada de exámenes, del arte de la lengua se trataba y el profesor en un momento de la clase recitó:
Claro y limpio raudal
es la lengua que yo adoro,...
Hizo callar a aquel muchacho e indicó a los demás si sabían continuar con el poema. Hicieron gestos negativos y entonces preguntó a quien antes había condenado a su mutismo. La respuesta no se hizo esperar y su voz al instante así sonó:
la lengua de versos y oro
y de vibración marcial.
Es dúctil como el metal
y rica como el tesoro...
Concluido el poema el profesor quiso averiguar si conocía al autor de aquel trabajo. El joven dijo que el poeta era Leopoldo Díaz, nacido en Chivilcoy (Buenos Aires) en el año 1.862 y muerto en 1.947. Añadió otros datos biográficos y cuando finalizó, el maestro dio por ultimada aquella clase.
De nuevo el buen saber de aquel chiquillo, fue ejemplo para los demás, que ese día aprendieron los versos de una poesía que nunca olvidarían.
Por apuntarle algún quebranto, cabría decir que en lo que andaba menos diestro era en la cosa de números y asuntos de Pitágoras. A veces, en esto, era superado por algún amigo.
Lloraba de amor propio al verse aventajado y el pedagogo lo consolaba y le decía que no se preocupara, que pese a todo, su media escolar era muy alta y que en un próximo futuro, era seguro, que su joven cerebro asimilaría y comprendería mejor aquella ciencia exacta.
El tiempo pasaba y tía y sobrino se juzgaban felices. Ella gozaba de un hijo y él se complacía con libros y amigos.
La gente apreciaba esta casa en la que nunca faltó el pan ni otras pitanzas y en la que ahora se escuchaban bullas juveniles, risas y jaranas.
Llegados a este punto, difícil es seguir. Las cosas agradables se cuentan fácilmente, pues es gratificante hablar de sucesos favorables y más deleite es participar de ellos.
Por el contrario deja de ser así en las cosas tristes pues en este caso, puede no encontrarse el verbo y faltan reflexiones, se acaban las palabras, se agota el pensamiento, se nublan las razones.
Pero si hay que terminar la historia, por mucho que nos duela la memoria, debemos proseguir. Que ya nos gustaría que la narración no tuviera epílogo traumático y sí feliz.
El caso es que el adolescente, también participaba de juegos, de retozos, de brincos y otras diversiones. Cuando podía, él también jugaba.
Aquel aciago día, veintinueve de febrero, eran cinco amigos y jugaban a esconderse. El juego del bote lo llamaban. Al grito de uno de ellos, había que salir del escondite y dar una patada a un bote colocado a los efectos. El primero que golpease aquel objeto era el ganador de la partida y el último que lo hiciera sería considerado perdedor.
El chaval oculto detrás de un robusto chopo esperó la orden de salida y, cuando llegó el momento, así lo hizo. Se lanzó en busca del bote y dio tres pasos.
Fueron sus últimos pasos. Su muerte fue instantánea y en una estrecha carretera quedó tendida y destrozada la vida incipiente de un doncel.
El infortunado, absorto por el juego, no oyó el motor de la horrible máquina y, sin darse cuenta, se echó debajo de un camión.
Fue espantoso el trauma para el pueblo y fue dolor inmenso y desconsuelo para el resto de la vida de la tía, que a pesar del sufrimiento, ahora sí puede decirse que llegó a edad octogenaria.
Marchó la espigadora, con su tormento, al otro pueblo, al hogar del hermano y quedó abandonada su casa para siempre. Sólo una vez, los años bisiestos, el veintinueve de febrero, se entreabren las ventanas.
Eso al menos manifiesta un inestable que nunca duerme por las noches y que desde joven siempre marcha errante. Anda pregonando por las calles de Albalate que, esa noche, cargados de pinturas, bocetos y pinceles varios niños alados se introdujeron en la casa por el ojo de la cerradura y las carcomidas rendijas de la puerta. Asegura que sólo uno es del pueblo. Es de ojos azules y tiene pelo rubio un tanto ondulado. Dice que se pasaron la noche pintando paisajes, cantando poemas, revoloteando por la casa y jugando a esconderse en las grietas de los muros, en los candiles, en los cántaros, detrás de las telarañas, debajo de las tazas y dentro de sartenes oxidadas. La gente se mofa de él. Nadie le hace caso. Es un pobre paria, demente febril, pura escoria delirante y orate caminante de la noche.
Lo que sí sabe la gente del pueblo, es cómo al alba, los veintinueve de febrero, por encima de la casa y durante efímeros segundos, se distingue un sutil y gaseoso lienzo. Hoy parece que el marco del cuadro está construido con ramas de olivo, su fondo pintado de azul, el contorno sombreado de espigas de trigo y en el centro un querubín. Es una perspectiva sorprendente y fugaz que se diluye y que nadie comprende.
El paria, el demente, el humilde e inestable viandante recorre las calles de la aldea. Se para junto a una cruz que alguien colocó, hace mucho tiempo, en el margen de la carretera. Está sucia, carcomida, enmohecida. Escupe en un pañuelo mugriento y trata de limpiarla. Se trastabilla, logra recuperar el equilibrio y continúa su camino vagando sin rumbo dando patadas a un bote. Porque el hombre, siempre guarda un bote en un bolsillo para darle patadas cuando camina. Anhela y espera el siguiente bisiesto. Sólo faltan cuatro años. Mira hacia la casa, esboza un guiño y rememora los nombres de una dama y un amigo.
Teresa era el de ella. Ausencio llamábase él y doce años tenía el día que se fue.
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