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Ejercicio profesional

Se acomodó los lentes de lunas redondas y parpadeó para enfocar mejor sus ojos cansados. La lámpara de luz amarillenta que colgaba del techo le daba un aire oxidado el pequeño recinto, impregnando de tiempo los escasos muebles y herramientas que intuyó, más que distinguir, sobre la mesa.

Desde la puerta recorrió el lugar con un rápido y mecánico movimiento de cabeza: las paredes salpicadas de manchas ocres, las dos sillas maltrechas que había visto soportar gráciles cuerpos o masas deformes, el cajón donde guardaban las máscaras, el perchero y, al fondo, la vieja y destartalada mesa; todo como lo dejara, en repaso meticuloso del material, la noche anterior.

Entró con paso lento y la rutina cotidiana comenzó. Colocó la chaqueta del uniforme en el perchero, revisó los utensilios y se sentó a esperar que llegara el primero de la jornada.

En la madrugada había despertado sobresaltado, diez minutos antes de que el reloj sonara, con la imagen de Silvia a los 9 años, de pie en un andén destartalado, con su vestidito azul mirándolo fija y fríamente. Tardó unos segundos en reconocer su cama, lejos de ese sueño inquietante y se levantó, como acostumbraba, acompañado por el sonido lejano, que Maruja hacia al preparar su desayuno en la cocina.

Fue al baño contiguo. Examinó detalladamente el estando en que la mujer había dejado sus botas, que debían brillar impecables, como todas las madrugadas. Se lavó las manos largamente, con el agua fría que salía a borbotones del caño, pasó la toalla húmeda por su cuello, se mojó metódicamente la cara y se peinó delicadamente las cejas, mientras el espejo le devolvía la imagen de militar serio, entrado en peso y años, de todos los días.

El primer trabajo demoraba. No eran comunes los retrasos, siempre había una fila a la espera de que los atendiera. -Tampoco hay gran prisa-, se dijo, mientras se escarbaba con la uña uno de los dientes. -Tardan pero llegan, como decía mi padre-, y las paredes cercanas le devolvieron su voz seca y profunda.

Cuando se abrochó el último botón del uniforme oscuro y verificó la posición de las estrellas y el gafete, salió del baño y bajó las escaleras hacia la cocina. Sobre la mesa lo esperaban, en metódico orden, el vaso grande que llevaba el escudo a un lado, lleno de leche tibia y los dos sanduches de queso fresco y jamón que masticó despacio, sorbiendo de rato en rato el líquido. A lo lejos se escuchaban el canturreo reprimido de Maruja, que debía estar tendiendo la cama, matizado con las sirenas de las patrullas indicando el cambio de turno.

En el libretín de notas cercano al teléfono anotó las instrucciones del día para la mujer que lo había servido, en la cama y fuera de ella, desde hacía 45 años. En el número uno escribió, con letra tajante: “Llamar a Marta y preguntar por Silvia”. Luego, cuatro o cinco órdenes colocadas, como siempre, en estricto nivel de importancia.

Se levantó de la silla con dificultad al sentir el sonido de las botas acercándose por el pasillo de baldosa. Miró el diario ritual de saludo del soldado con los ojos fijos en algún punto de la pared, una mano tiesa sobre la visera y la otra en posición de firmes. Le respondió despectivamente, no tenía sentido darle al joven más importancia. -Eso los hace blandos-, murmuró girando sobre sus talones y dirigiéndose a la silla. Desde ahí autorizó, con un movimiento de la mano, que trajeran al primero.

Salió al frío de la madrugada sin mucho apuro, seguro de que el automóvil negro lo esperaba, como cada día, y al encender sin convicción el primer cigarro de la jornada recordó a la niña de vestido azul de su sueño. Los ojos profundos y de mirada fija desde el anden lo taladraron de nuevo, llenando su cuerpo de temblores que disimuló frotándose las manos.

Cuando vio al sujeto en el umbral de la puerta suspiró resignado. Era alto, bastante más que él y mucho más joven; aunque daba muestras de un trabajo previo, por algunas manchas en camisa y su posición, algo encorvada, no dudaba que daría pelea. Acercó un poco la silla y miró a los soldados que lo sujetaban. De un empujón lo obligaron a sentarse haciendo resonar la madera cansada.

El recorrido en automóvil hasta el edificio en el que trabajaba era largo; atravesaba la ciudad de lado a lado, pasando por el centro hacia las zonas residenciales. En el camino quedaban atrás la casa donde habían vivido sus suegros, la maternidad en que nacieran Marta y, luego Silvia, su nieta, la plaza donde encontraron a aquel jovencito, desgreñado y sucio, que no dejó de mirarlo mientras lo subían al camión y que reconocería luego, en el cuarto de luz mortecina, con la nariz rota y los ojos hinchados por los golpes.

Luego del primer puñetazo un gemido salió por debajo del saco de yute que cubría la cara del hombre. Eligió uno de los objetos de la mesa y lo miró mientras decidía en que lado usarlo. En algún lugar cercano se escuchaban un llanto apagado de mujer. Solo después de las preguntas de rigor, matizadas con mazazos repartidos entre la cara y el dorso, lo despojó del saco. Ninguna respuesta había salido, hasta entonces, de sus labios, o lo que debían serlo, convertidos en manchas sangrantes; sin embargo, era paciente, había aprendido a serlo por ejercicio profesional.

Dos horas después se lo llevaron a rastras. Se había demorado en hablar pero, como todos, al final y entre lágrimas, dijo nombres, direcciones, ocupaciones y súplicas. La mesa y parte de la pared mostraban señas del trabajo con huellas púrpura, que costaría limpiar, y restos de dientes y piel. -Algunos son muy necios–, le dijo al soldado que le asistía, -a esos hay que darles por donde más les duele... son dados a muy hombres pero se cagan como cualquiera... solo hay que saberles sobar- y se subió de nuevo los lentes redondos.

El automóvil se detuvo frente al edificio de tres plantas. Se bajó despacio y esperó un momento mientras los soldados de la puerta se cuadraban al mirarlo. Al cruzar, recordó la última discusión con su nieta; la joven sostenía que había que permitir los cambios, que no tenía sentido la violencia y que los jóvenes estaban para vivir la libertad y no la servidumbre del ejército. Él le había dicho que lo justo era mantener el orden y la decencia y eso la encolerizó al punto de mirarlo con la frialdad que lograba sacar de sus ojos grandes. Desde entonces, no volvió a verla comiendo en su casa, acompañando a su abuela o paseando por el patio mientras leía algún libro.

Atravesó los corredores interminables de la primera planta, bajó al subsuelo y volvió a recorrer, pausadamente el pasillo hacia el otro extremo. Al final, la puerta de metal fue abierta, como de costumbre, por el soldado del otro lado; saludos reglamentarios y de nuevo escaleras cada vez peor iluminadas. Un piso más abajo se detuvo frente a la puerta de metal semi abierta que daba acceso al cuarto en el que trabajaba.

En el exterior era noche cerrada cuando se llevaron al último. No podía recordar si era el quinto o sexto de la jornada y eso le molestaba profundamente. -Los años te caen encima sin pedir permiso-, dijo, olvidando la presencia del otro soldado.

De espaldas a la puerta escuchó a su ayudante. –Este es el último por hoy, señor-. –Prosigamos- dictó imperioso, sacándose los lentes y limpiando los cristales con un pañuelo impoluto... –El último de la tanda- agregó en voz baja, mientras entrecerraba los ojos para mirar mejor al cuerpo que se sostenía, a duras penas, sobre la silla. Tomó el saco por una de sus puntas, de tal manera que la cabeza, totalmente cubierta, pudiera levantarse un poco y le soltó un golpe con la cacha del arma.

Inmediatamente una mancha oscura comenzó a propagarse por la superficie de tela. –Esta no ha dejado de llorar y gemir durante los dos días que la tenemos- dijo el joven, tomando la otra punta de la tela, -tuvimos que amordazarla porque iba a alborotar a los otros-, siguió, intentando comenzar una conversación. Él no lo miró permaneciendo callado. Antes de soltar el nudo del saco golpeó otra vez.

Al caer la tela al piso, el brillo de los ojos abiertos lo sorprendió. La sangre que resbalaba de la frente enmarcaba el rostro inexpresivo de la joven, dándole un halo casi dulce. La palidez hacía contraste con el oscuro de la venda que cubría su boca. Desde la silla movió un poco el cuello sin dejar de mirarlo.

–...decía cosas incoherentes, sobre su familia, su abuelo... y por más que la pateáramos no paraba de llorar...-. Las palabras del soldado sonaban huecas y sin sentido y las imágenes del día lo invadieron hasta marearlo. –Señor, se encuentra bien?-, escuchó, mientras sus piernas dejaban, por momentos, de sostenerlo.

Sin las manos del militar como apoyo, el cuerpo de la mujer rodó al piso con un sonido seco.

-Está muerta, no aguantó el último golpe-, sentenció el asistente, mientras movía el cuerpo con el taco de la bota para poder verle la cara.

Los ojos lo miraban fijamente desde el anden destartalado cuando el sonido impaciente del teléfono lo despertó. Sin abrir los suyos escuchó la voz adormilada de Maruja respondiendo y el grito sobresaltado, luego su llanto y el empujón que le dio creyendo que estaba dormido. Habían encontrado el cuerpo de Silvia, golpeado y maltrecho, en una cuneta de las afueras, lo único que había quedado intacto era su rostro de mirada profunda.

Escuchó en silencio a la mujer que sollozaba a su lado.

Se levantó y caminó hacia el baño. Examinó sus botas con cuidado, se lavó las manos largamente, pasó la toalla húmeda por su cuello, se mojó metódicamente la cara y se peinó delicadamente las cejas. El espejo le devolvió la imagen de militar serio, entrado en peso y años, de todos los días. Abrochó el último botón del uniforme oscuro y verificó la posición de las estrellas y el gafete, bajó las escaleras hacia la cocina. Miró el vaso grande que llevaba el escudo a un lado, lleno de leche tibia y los dos sanduches de queso fresco y jamón, en estricto orden sobre la mesa; masticó despacio, sorbiendo de rato en rato el líquido. Salió a la madrugada y subió al automóvil negro que lo esperaba. Encendió el primer cigarro de la jornada sin convicción y se acomodó los lentes con el dedo. –Algo habrá hecho-, dijo y, con un movimiento brusco de la mano, ordenó al chofer que arrancara.

Texto agregado el 28-12-2003, y leído por 430 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
06-05-2004 Muy buen texto, Te felicito albertoccarles
01-05-2004 Me has hecho mantener la atención de inicio a fin, y esa es la primera señal de lo que he leído es bueno. La segunda es la cantidad de recuerdos que afloraron en forma de imágenes de mi pasado bajo dictadura militar, y eso a toda la mi generación dejó innegablemente marcada, La tortura es una realidad aún en muchas partes y rincones de este mundo dominado por la intolerancia, y la maldita sed de poder interminable (pero no quiero salirme de las palabras hacia tu texto). En fin un trabajo muy completo, realmente a mi entero gusto. Un afectuso saludo nadie_cl
22-01-2004 buen texto rithza, duro, donde el enfrentamiento generacional va más allá y termina en forma trágica, bien desarrollado. algo de lo que padecimos y padecemos en nuestros pueblos. un abrazo. Martin_Abad
22-01-2004 buen texto rithza, duro, donde el enfrentamiento generacional va más allá y termina en forma trágica, bien desarrollado. algo de lo que padecimos y padecemos en nuestros pueblos. un abrazo. Martin_Abad
12-01-2004 Es tan duro que aún conservo la piel erizada, la dureza le vine de lo real, de la frialdad de tus letras que nos dejan ese perfil de verdugo inhumano, un retrato conseguido de principio a fin, esto es una obra maestra niña, parece que el ritmo de tus letras va marcado por el ritmo de los golpes, realmente gracias. Mira esto: TORTURADOR Y ESPEJO (M. Benedetti) "Mirate asi qué cangrejo montruoso atenazó tu infancia qué paliza paterna te genero cobarde que tristes sumisiones te hicieron despiadado no escapes a tus ojos mirate así dónde están las walkirias que no pudiste la primera marmita de tus sañas te metiste en crueldades de once varas y ahora el odio te sigue como un buitre no escapes a tus ojos mirate así aunque nadie te mate sos cadaver aunque nadie te pudra estás podrido dios te ampare o mejor dios te reviente" Mis estrellas burbuja
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