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El doctor Von Muhrhaussen de Altamira llegó temprano al lugar del encuentro. Llevaba puesto para cubrir su abombado tórax de trompetista, el único y además reversible delantal blanco que poseía, del lado que él consideraba “sport”. Más abajo, unos pantalones rojo tornasol lograban disimular con poco éxito las pequeñas manchas de sangre que quedaban impregnadas en él, cuando después de algún iatrogénico examen se limpiaba en la consulta sus regordetas y anatómicamente desproporcionadas manazas. Lo acompañaba una adolescente singularmente alta y no carente de belleza, que lo seguía con la mirada extraviada, dando la impresión de estar haciendo la cola para pagar alguna cuenta en un día de verano cualquiera. El doctor miró el reloj en su muñeca, todavía faltaban once minutos y veinte segundos para que llegara el ladrón de nacionalistas. Emitió un sonoro bufido en señal de impaciencia, después de lo cual adelantó el reloj los once minutos y cuatro segundos que ahora faltaban. En ese instante salió el ladrón que se encontraba reposando bajo unas matas de adormidera adyacentes a la vereda.
-¡Ya era hora de que adelantaras ese maldito reloj!- ¿Y ella quien es?
-Una paciente-. No he tenido tiempo de examinarla en la consulta, así que la llevo con nosotros.
- ¿No se enojará su madre?- ¿Cuántos años tiene?
- ¡Párate ahí! Antes que nada te advierto que cualquier impulso que se esté forjando en tu cerebro de helminto respecto a ella, es a priori ilegal. Además ya he hablado con la madre y solo me advirtió que tuviera cuidado en las noches ya que tiende a levantarse y a adoptar todo tipo de posiciones insólitas con el fin de intimidarlo a uno.
-Entiendo ¿Tomamos un taxi?
-Muy bien- pero necesitaremos una carnada.

El ladrón hizo el gesto de lanzar un beso con lo ojos muy abiertos justo por encima del hombro del doctor. Al esquivar lo que en un principio pensó, era una de las tantas insinuaciones amorosas del ladrón, el doctor se percató que la muchacha había quedado a medio desvestir desde la consulta, solo llevaba puestas dos diminutas piezas de lencería rosada de la línea “Excite” de Lady Jenny y un tautológico tatuaje en el cuadrante inferior derecho del abdomen que decía “Quod scripsi, scripsi…”

-¡Perfecto!- Exclamó Muhrhaussen con un brillo de lujuria en sus celestinos ojos de lechón.

Colocaron a la muchacha al borde de la calle con el pulgar izquierdo extendido y el eje de gravedad apoyado en una sola cadera. El primer taxi que pasó hizo el amago de parar, pero la sabia fémina al ver que venía zigzagueando en llamas, contorsionó en cuatro movimientos coreicos sus extremidades superiores, dándole a entender que siguiera. Dos cuadras más abajo el taxi se estrelló contra un auto de policías que se dirigía hacia la manifestación de estudiantes que comenzaba a bullir calle arriba y todos los pasajeros cayeron presos una vez sofocado el incendio, como establece el protocolo en estos casos.

El segundo taxi venía en sentido contrario, por lo que el chofer alcanzó a ver el otro tatuaje de la muchacha, aquel que cubría la mitad medial de su turgente nalga derecha con la frase “The pros and cons of hitch hicking”y que por suerte había quedado oculto para el ladrón y el doctor, ya que al lado de dicha peliaguda sentencia se extendía el dibujo de una mujer desnuda con el pulgar izquierdo extendido y un tatuaje en la mitad medial de la nalga derecha, con el dibujo de una mujer desnuda con el pulgar izquierdo extendido, con un tatuaje en la mitad medial de la nalga derecha y así ad in eternum. El primitivo chofer estaba por comenzar a seguir por mera coincidencia las instrucciones del tatuaje (ya que no sabía inglés) y así evaluar los pros y contras de la situación, pero su influenciable sistema nervioso acostumbrado a las órdenes simples, no pudo evitar perderse en la mortal trampa infinita que dibujaba una asíntota con el plano paralelo a la línea que dividía en dos el monumental trasero de la muchacha, y estrelló su auto contra un abeto cargado de nieve que sepultó en un santiamén el susodicho taxi.

-¡De prisa!- dijo el doctor. Antes de que se congele por completo y no le podamos extraer.

Cuando lograron remover la nieve, ya era demasiado tarde. Afortunadamente en el último momento el chofer había soltado las manos del volante y se hallaba en una posición extática con los ojos abiertos y las palmas apuntando al cielo, como quien se arrepiente al mismo tiempo de todos los pecados cometidos y los que no. Sacaron al chofer con sumo cuidado de no quebrar ninguno de sus cinco miembros congelados y tomaron la autopista calle abajo, ya que los estudiantes a esas alturas se encontraban atrincherados en la plaza principal tras una muralla de taxis ardientes, y ya se veían volar por encima las botellas de cerveza, convertidas desde la manifestación pasada en peligrosos recipientes de cultivos polimicrobianos, el último aporte balístico de los alumnos de sociología a la resistencia estudiantil.

Mientras tanto a cinco mil metros de altura, el profesor Xavier Jerez Seco repasaba inquieto los puntos más relevantes de su discurso de arribo. Aún no decidía si referirse a su reciente viaje a Sicilia como epílogo de su larga peregrinación espiritual antes de arrojar el gas lacrimógeno que lo ocultaría en su escape, o bien contar con un mal chiste londinense y valerse del gas hilarante para hacer de todo un continumm sutil y así también pasar desapercibido.

Las azafatas bamboleaban frente a él sus tiernas presas, valga la redundancia, apresadas en ajustados y serviciales trajecillos de acrílico púrpura que lo ponían un pelín nervioso. Llamó a una de contextura especialmente amazónica y pidió una botella de Barón de Rothschild con cuatro horas de oreado, cinco navajuelas pasadas por agua de anís, una sopa de nido de golondrina, un huevo azul con una cucharadita de mayonesa para disimular el característico gusto a ceniza, y un cigarro Romeo y Julieta que solo pudo sostener en los labios, ya que siendo el pequeño bellaco que era a los siete años de edad y habiendo recién incendiado junto a un par de amigos una fracción considerable de la cima del Monte Albán, la cual tanto gustaba de admirar en las tardes de estío su inmaculada madre, encomendose a la infantil visión de lo divino que poseía, para elevar la siguiente plegaria.

-¡Oh omnipotente Quetzalcóatl! ¡Prometo jamás volver a fumar sobre una altura superior a los mil trescientos metros sobre el nivel del mar! ¡Si así fuera, que me caiga desde donde esté directo al infierno a las fauces de Mictian y que mi boca ocupe el lugar de mi ano y viceversa por el resto de la eternidad!- Exclamó el pequeño salvaje en una inusual catarsis de arrepentimiento. Y como acto seguido se había largado a llover, evitándose así la llegada de los medios de comunicación, la posterior identificación de los autores por su madre y por que no decirlo, la exuberante tunda que le correspondía según el código doctrinario de su familia, conservaba más por si las moscas que por la fe, su pretérita manda hasta entonces.

Imaginaba que a su llegada estarían esperándolo un par de ex colegas de la universidad, familiares de todos grados, uno que otro leal ex alumno del taller de patafísica atascado con algún problema anagramático, dos o tres de sus antiguas amantes, e hijos por supuesto, probablemente por doquier. Sumado a aquello, el profesor no había encontrado nada mejor para asegurarse un período indeterminado de reinserción al mundo productivo libre de angustias económicas, que incluir dentro de su equipaje de mano, una cantidad no despreciable de esporas de cierta clase de hongo autóctono de la selva negra alemana, con características que los hacían ante la ley, digamos, inexportables y con los cuales el profesor mantenía desde hacía unos meses, un vínculo de cariñosa dependencia. Y si bien le agradaba la idea de convertirse por un tiempo en una especie de nuevo sacerdote de los hongos mágicos, tal como lo había sido su tía abuela en Oaxaca, tenía que pasar todavía por el recién inaugurado y flamante nuevo detector de esporas que ostentaba el aeropuerto José Arturo Merino Benítez, un pequeño salchicha llamado Wutang, entrenado en Francia y con un olfato capaz, según fuentes no oficiales, de percibir un promedio de tres esporas por metro cúbico de aire, cuando el ambiente se encontraba libre de ventosidades humanas, a las que lamentablemente, el pequeño can era aún más sensible. Todo esto mantenía al profesor en un estado de pasiva agitación que se dilató por completo después de acabar con la segunda botella (ésta ya de un tintorro regustón abundante en aldehídos de baja calidad) y terminar de convencer a la azafata amazónica, a través de métodos no ortodoxos, para que le hiciera unos masajes en el WC.

El taxi aceleraba raudo rumbo al aeropuerto por la recién inaugurada Costanera Norte, que de costanera tenía solo el hecho de pasar por debajo de la mayor acequia recolectora de materia orgánica que producían a diarios los cinco millones de habitantes de la ciudad. El doctor conducía atento de acabar con todo tipo de vida animal que se cruzara por el camino. El ladrón fumaba tranquilo las últimas hojas de adormidera que se encontrara extraviadas en su ropa interior, minutos después de su reponedora siesta. La muchacha por su parte, permanecía en silencio mirando a través de la ventana el paisaje tercermundista que le producía un extraño sentimiento de vulnerabilidad, y que paradójicamente la hacía dejar de lado por un momento su estado de semi-desnudez que, aunque a estas alturas cueste creerlo, le afectaba en lo más profundo de su ser. De pronto el ladrón dijo con voz de esfuerzo, tratando de retener la última voluta del opioide vaho dentro de sus pulmones –Oye Nos falta el Juez--. ¡Es cierto! Dijo el doctor. Pero no hay problema, creo que después del siguiente semáforo estaremos dentro de lo límites de su distrito. No les costó encontrar al siempre dispuesto representante de la ley que les hiciera un jovial asentimiento con la cabeza a la manera de un saludo, para que el doctor sacara por la ventana su intimidante e hirsuto brazo, extendiendo en todo su esplendor el dedo medio de la mano izquierda y gritando al mismo tiempo alguna chorrada referente al hipotético oficio de la madre del amable funcionario.

Una vez en la comisaría, su señoría el Señor Inmutable Manjar Lunar, absolvió de inmediato a los tres infractores mediante una serie de probas e inapelables enmiendas y acto seguido dio de baja al poco feliz policía, condenándolo mediante un santiaménico juicio oral, a tres años de cárcel y trabajos forzados en la calle once de la penitenciaría central. Una vez de vuelta en la carretera exclamó sin querer –¡Válgame!- He olvidado la toga en el Ángel Azul. Y como todos, incluso la muchacha, estaban al tanto de las oscuras costumbres del connotado Juez, hicieron la vista gorda a la desafortunada confesión, y después de aquello escuchando unas rancheras, siguieron todos contentos.

El biplano que transportaba al profesor Xavier, aterrizó sin mayores exabruptos. Se produjo inmediatamente un silencio sepulcral generalizado, como muestra del evidente desprecio que sintió la tripulación hacia el piloto, por haberles privado con su impericia de la excitación inherente a buen un aterrizaje forzoso. Se oyó a lo lejos el entusiasta aplauso de algún desinformado pupilo, que fue acallado de inmediato por un sólido soplamocos en la calota, obsequio de su avergonzada madre. El hecho acongojó al profesor que gustaba tanto de los aterrizajes perfectos, ya que vio su infancia reflejada en aquel inocente neonato. Sin embargo como aún poseía un sumiso espíritu de democracia y se encontraba por lo demás bastante escabechado desde la última botella de tinto, decidió callar y hacer justicia por su propia cuenta. En la bajada del avión logró con bastante esfuerzo, colocarse delante de la castradora madre y haciéndole disimuladamente una feroz zancadilla tipo kung fu, la vio aterrizar con la mandíbula desde la no despreciable altura que los separaba en ese instante del pavimento. El recién emancipado y por lo demás obeso querubín, le devolvió al profesor una perversa sonrisa de complicidad, luego de lo cual éste, bajó henchido de un enorme sentimiento de justicia al terraplén.

Ya llegando al aeropuerto, el doctor sacó por la ventanilla su sirena portátil imantada, y bamboleando el fonendoscopio por sobre el techo del taxi lograron arrasar con la primera barrera del estacionamiento sin despertar sospechas, ya que por suerte el portero acababa de recibir la noticia de que una pasajera recién llegada necesitaba urgentemente atención médica. ¡Por el andén número seis! Alcanzó a gritarles desde debajo de los escombros que quedaron de la ínfima cabina. –¡Ya lo sabemos!- Le respondió el doctor mientras el taxi se alejaba, sorprendido por la buena atención.

En la fila de la aduana el profesor esperaba impaciente su turno. El implacable detector se paseaba coliparado husmeando los bolsos en busca de algún rastro del preciado champiñón al que, al igual que el profesor, era totalmente adicto. De pronto el profesor Xavier sintió como comenzaba a generarse una sutil molestia a la altura su hipogastrio que evidentemente pintaba para cólico intestinal. Pudo reconocer con el primer retorcijón el clásico dolor del huevo azul rancio, que claramente se había pasado una generación de más enterrado en la arena y ahora comenzaba a producir sus efectos deletéreos. El detector acababa de percibir una potente pista que emanaba del bolso de mano y se acercaba al galope con los ojos inyectados de felicidad y las fauces abiertas directo a apresar alguna de las posaderas del profesor, que en este momento adoptaba una posición antiálgica ligeramente inclinado hacia delante y con los brazos rodeando el abdomen. Justo cuando Wutang se aprestaba a dar el certero brinco para el cual había sido entrenado, el sistema esfinteriano del profesor cedió estrepitosamente, provocando alrededor suyo un vergonzoso murmullo de desaprobación. El can dio un aullido casi humano y calló agonizante a los pies del desembarazado catedrático.

Aliviado y libre de polvo y paja, el profesor cruzó la aduana con aire triunfador, listo para recibir los innumerables vítores y abrazos que lo esperaban justo detrás del vidrio polarizado. Los cuatro tripulantes del taxi pudieron ver como la expresión de su cara cambiaba de una plácida complacencia, pasando por un segundo de estupefacción en que su boca tendió a entreabrirse levemente, a una desilusionada resignación mientras se acercaba cabizbajo mirando los octaedros del alfombrado. –Bueno, supongo que no imaginaba que ustedes…, en fin ya estamos aquí ¿No?- Sacó de su equipaje como quien saca un par botellas de champagne, dos adminículos de metal semejantes a los pinos de bolos, pero hechos de solo de cilindros y los arrojó lo más lejos que pudo, orientándose levemente hacia lo que le pareció un grupo de ancianas veteranas de la Cruz Roja que recién comenzaban a desplegarse para realizar una colecta sorpresa. Salieron los cinco por la puerta principal mientras adentro la gente reía y lloraba y un adolescente comenzaba a experimentar lo que sería su primer brote psicótico.

Esa noche en un motel camino a la costa, los honorables fueron uno a uno perdiendo totalmente el control de su mano derecha, mientras contemplaban en medio de la penumbra las contorsiones más espeluznantes que hubiera logrado jamás una muchacha.

Texto agregado el 07-06-2006, y leído por 113 visitantes. (0 votos)


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