No recuerdo las calles, los semáforos, los autos; nada del trayecto hasta mi casa. Estaba incrustada en el ruido forzado del motor que rugía tragando sin piedad las líneas blancas y brillantes del pavimento. Tras él escapaba la voz de mi sentir. Dividida en dos mitades, la otra se proyectaba sobre los restos de la lluvia en la noche. Deslizada sobre el espejo infinito de la ciudad que dormía, llena de personas que no existían, con su mirada clavada en la frente que era parte de nada, porque mi cara se fue desprendiendo bajo cada caricia suya. Me quedé sin manos, sin brazos, sin cuerpo, sin alma. Todo ello habitaba ahora en su soledad. Un amasijo sin forma que se fundía y confundía en un todo inconcluso. Era la rabia, la esperanza; el rubor, la valentía; era la vida entera, llena, miles de años de evolución; luchas y descansos, aferrados a ese manubrio que guiaba el bramido de mi alma. Saltaba el agua larga y sucia por las ventanas y los limpiaparabrisas intentaban aclarar una imagen que no enfocaba. Los perros se hicieron agua y los árboles de la esquina ya no estaban. Intenté darle sonido a mis ideas, traté de respirar, pero ni eso quedaba. Un giro brusco, una piedra que salta, un frenar seco; estaba en casa. Sentí la llave en mi mano y calló mi cabeza pesada. Entonces la calma, y sus manos que corrían por mi cara, su mirada en frente, la música callada y abracé mi cuerpo para que no le sucediera nada. No había lágrimas. Cerré los ojos y conocí en ese instante esa forma de espera que no empieza ni acaba.
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