SOBRE COLOMBIA
“Había una vez un país grande y hermoso, pero no era rico. La gente era honesta, fuerte y capaz, pero sin exigencias y contenta con su medio. Había un poco de riqueza ilustre, poca dispendiosidad y escasa exhibición pública, y con cierta frecuencia los habitantes del rico país limítrofe veían con cierto despego y burla e incluso lástima a esta gente tan modesta”
Herman Hesse.
Colombia es un país con memorias de prostituta. Por las venas de esta nación corre sangre que ha sido contaminada de manera brutal y sin misericordia; un virus de perpetua incubación que ha mutado con los siglos para hacerse más fuerte y elástico, acaso irónicamente relativo a la esencia de la patria, como la enfermedad venérea que termina siendo parte de los atributos de la buena mujer que trabaja en el burdel.
Amamos a esta mujer, por eso la tratamos mal
¿Cuáles son los recuerdos que tiene una puta? Tristes, seguramente (Memoria de mis putas tristes ) Vista a un expediente manchado con los néctares de miles de violadores; la sangre de la niña abusada hasta el cansancio por los seres queridos. La mano del que viola tapando la boca de la criatura sometida, imponiendo el silencio; tras la reiteración en el abuso, la niña calla, deja de resistirse para dar paso al proceso de introversión del dolor, la anulación de la dignidad. Silencio. Pasan los años y esta criatura crece entre la maleza, espantando las moscas y esquivando las balas disparadas por sus padres, por sus tíos, los abusadores, y más tarde por sus hijos ¿Quién dijo que los hijos no podían abusar de la madre?
Atención: el abuso bien finiquitado no es escandaloso. La sangre se limpia con un pañuelo sucio- ya manchado- los demás fluidos se absorben en la ropa. No ha pasado nada. Silencio.
En las entrañas de la nación se consolida el mutismo de la víctima. Los abusos continuados, dosificados y nunca llevados hasta el grito, hasta la explosión, nunca denunciados. La historia de la mujer nocturna, retazos tristes en blanco y negro. La sangre puede distinguirse siempre, incluso en las fotos de antaño, las evidencias que han sido ignoradas pero que no desaparecen, orgullo de los explotadores, lastre de las víctimas. Los relatos fragmentados, las voces de la infancia que objetaban con timidez la injusticia. El dolor se acumula y devora el espíritu, disolviendo la identidad. El ente forjado por el tiempo resulta ser un esperpento sobre el cual se adhieren burlas sobre el pasado y sobre la desgracia presente...y los años que vienen, ah, los años por venir. ¿Qué puede decir una puta sobre su futuro? El retiro, el descanso merecido, ¿una retribución por todo lo que le han hecho, por los sueños saqueados, por las bofetadas, por el acceso carnal violento? Improbable.
Uno nace amando y odiando de manera incondicional. Sin desconocer la atracción o el repudio biológico (la selección natural), la sentencia que se sostiene sobre la pureza de los sentimientos de aquel que recién llega al mundo no resulta imprecisa en tanto se entienda que el ser humano nace predispuesto a recibir instrucción y, posteriormente, es dispuesto—educado— por otros seres, ya para el amor, ya para el desprecio. Así que, cuando se dice que un niño es inmensamente malvado- por naturaleza- debe también decirse que, al mismo tiempo, es una criatura infinitamente bondadosa.
¿Hacia dónde se ha dirigido la educación que ha recibido el pueblo colombiano? Difícil sería aventurarse a hablar de un pueblo dadivoso, lleno de amor propio, o de una nación pútrida, con un corazón de buitre. La formación del colombiano no ha sido plenamente dirigida hacia alguno de estos dos extremos. El proceso de consolidación de bases para la conformación de un perfil nacional no ha sido claro. Pueden verse en éste rasgos patológicos, como los del esquizofrénico que estalla atacado por el pánico, rompiendo así con un periodo de calma; o los del padre que tras golpear en una catarsis a sus hijos, se quiebra como una bailarina de porcelana, aturdido por su propia atrocidad, pero en realidad, la perfilación ha sido mediocre. Esta laxitud, en algunos casos, puede resultar en la consolidación de individuos calculadores y fríos, sin ser desalmados, que llevan con paciencia y sabiduría el diario registro de sus emociones, de sus gozos y de sus desgracias. Esto evitaría las aberraciones, las pasiones pornográficas, pero éste, desafortunadamente, no es el caso de una mediocridad lúcida. Las resoluciones a propósito de las eventualidades han sido, por lo general, meras transacciones o pactos. Esta última acción no habla muy bien de la eficacia de los colombianos, de sus clases dirigentes para ser más precisos, en la resolución de sus galimatías. El famoso Frente Nacional, la avezada idea llevada acabo tras común acuerdo por los más altos representantes de los dos partidos tradicionales con el fin de ultimar el periodo de violencia y barbarie que ellos mismos gestaron, con sus discursos llenos de cizaña, mezquinos y manipuladores, instigadores de un odio popular entre hermanos de sangre. Solución para quitarse el sombrero, esta del Frente nacional; los dirigentes, los líderes, quedaron de nuevo como los héroes que, por el bien del pueblo, deciden repartirse el poder durante un periodo de 16 años (1958- 1974) para poner fin al desangramiento causado por las aparentes diferencias políticas. Los farsantes se salen con la suya: es el pueblo quien queda como bárbaro y pasional. Repartirse el poder, claro, sin repartir nada a ese pueblo manoseado que a pesar de todo los reconoce como diestros y capacitados en la dirección. Idóneos en la estafa y en la traición, la más vil de todas, fueron estos líderes de oropel, abusando del más desprotegido, del hambriento que no tiene fuerzas para defenderse, y que sucumbe en sus propias inmundicias.
La reacción, la cuestionable malicia del colombiano
Postergación de un dolor, postergación de una causa, ergo, prórroga de la justicia. “ La justicia cojea pero llega” escribían nuestros queridos compatriotas en las paredes manchadas de orines a principios de los noventa, o lo reproducían en panfletos simpáticos que se vendían en los autobuses atestados de obreros (los famosos chistes de graffiti). Risas, y un gesto de afirmación de la identidad ¿Identidad? “El colombiano es así, alegre, se ríe de los problemas”. Traduzcámoslo de esta forma: el colombiano se burla de sí mismo, pero no para agigantarse frente a los problemas ni a las injusticias, sino para permitir que se le manoseen los derechos fundamentales(la madre que, sabiendo con certeza lo que ocurre, permite que su hija sea manoseada por el tío).Es gracioso, sin duda, cómo el colombiano puede ser, a pesar de todo, tan cándido. Clamar por la dignidad de un ser como éste es exigir algo más que un nombre o una serie de cualidades. En el caso de esta nación, los hermosos paisajes, o la generosa cantidad de recursos naturales, no son, desafortunadamente, motivos suficientes para construir una identidad, para darle dignidad a esta entelequia.
El orgullo de un país no puede provenir de la realización de prácticas extravagantes, ni de la frenética acumulación de capitales, ni mucho menos se debe a las palabras agigantadas, infladas pero vacías, de un caudillo lunático. El verdadero espíritu de un estado nace cuando cada uno de sus habitantes se sabe especial, no por verse rutilante ni exótico, sino porque hace parte de un territorio particular—un desierto o un jardín—y es éste destino el que les hace especiales, afables a las otras naciones, no superiores a éstas, sino importantes y respetables por igual, capaces de construir grandeza con sus recursos, con sus piedras preciosas o con su vasta arena; conocimiento con su sabiduría, que será la misma de otros países, pero que bastará para innovar y lucir, sin arrogancia, un legado particular.
Débil imaginario democrático
En los inicios de la década del noventa se empieza a gestar la consolidación de la Asamblea Nacional Constituyente, que se establece en febrero de 1991, dando inicio al revolucionario proyecto de reestructuración del Estado colombiano. Tras casi un siglo de vergonzoso protagonismo estatal, la Constitución de 1886, conservadora y centralista a ultranza, arcaica, da paso a la nueva Carta Magna de 1991. Un regalo para el pueblo colombiano, un cúmulo de nuevas y frescas ideas dúctiles. Pero el ente ya viciado, estropeado hasta la extenuación, reacciona con torpeza. Desconfianza. Ignorancia y apatía política del ciudadano, consecuencia de la bestial artimaña del Frente Nacional, sostenida obtusamente hasta propiciar una administración estatal casi autista y extralimitada en facultades. La conformación de las comisiones encargadas de redactar la nueva Carta Magna fue, sin duda, un hito en la historia de este país. Un rayo diáfano de acción democrática, un guiño de Dios. Tras el marasmo inicial—la mueca cretina— el pueblo empieza a salir de su aturdimiento. Muchas cosas parecen haber cambiado. Beneficios que sólo una verdadera pluralidad ideológica puede traerle a un pueblo.
La puta violada con sedición ve colores luminosos a través del tragaluz del fétido sótano donde ha sido abusada por siglos. Los hijos, ciudadanos incrédulos, podrán oler en los corredores el café de oficina recién colado, los pasillos limpios y la pintura fresca de las instituciones estatales. Han tocado a la justicia, y han dejado de fallecer en la espera ante su puerta cerrada por siglos, como el personaje de Kafka. La inanición, la injusticia, se desdibuja parcialmente. La creación de la Corte Constitucional, gran ente encargado de vigilar el cumplimiento de las nuevas garantías democráticas, le arrebata al poder ejecutivo gran parte de las facultades que tenía atrapadas entre sus garras carroñeras. Y la acción de tutela, el instrumento que le permite al ciudadano reclamar justicia con un mínimo de obstáculos burocráticos, ha significado, definitivamente, un cambio memorable en la visión que el ciudadano hijo de la buena mujer del prostíbulo había tenido de la figura estatal.
Feliz con tan poco, el colombiano se enceguece frente a la abundancia. Sí, podemos hablar de abundancia. Es inevitable, entonces, no mencionar los deslices. La Constitución de 1991, sostienen algunos analistas, significó un debilitamiento de la institución presidencial, agigantada, monstruosa tras la Carta de 1886. Para iniciar la reflexión con concesiones, puede suponerse que la figura presidencial, el esperpento del poder ejecutivo, significó a pesar de sus excesos, una figura representativa durante todo ese tiempo para el pueblo colombiano. Se señala un desdibujamiento de la figura presidencial como una debilidad de la Constitución de 1991. Intervención sin duda cínica, pues aunque la apatía por las formas gubernamentales hubiese disminuido de manera sustancial, es improbable que el ciudadano común de esta nación quiera volver ser soslayado con semejante desparpajo. Y si bien el presente nos dice otra cosa, la popularidad en ebullición de una figura presidencial, no obedece esta fascinación mayoritaria a una añoranza por lo que se perdió al abandonar la Constitución de 1886, sino que se debe más bien a un encantamiento- sobre todo mediático- por una figura intrigante y camaleónica, que sonríe y escupe, que mata delincuentes pero al mismo tiempo roba tierras y cría mercenarios. La Constitución de 1991 es imprecisa y vaga en muchos de sus apartes, y, a pesar de la impecable vigilancia de la Corte Constitucional, su virginidad ha sido manoseada en distintas oportunidades Para mencionar un episodio, se puede recordar la derogación en 1996 de la prohibición de la extradición de nacionales. Hay más. En los últimos años, periodo presidencial de Álvaro Uribe, se han introducido—con éxito--reformas que de manera silenciosa (como el familiar que abusa en las noches de la pequeña niña) hacen carrera para alterar ciertos derechos ganados por el pueblo colombiano partir de 1991. Ejemplo doloroso, la reforma a la justicia, con la cual se pretende, entre otras cosas, disminuir el alcance de la acción de tutela con el argumento de que los colombianos, agolpados en manada hacia los juzgados, están congestionando con demandas pintorescas los escritorios de los jueces. Vaya forma de solucionar el problema: se descalifica la ignorancia y el hambre de justicia, se desdeña el proceder obtuso del ciudadano en vez de educarle en el uso de sus potestades civiles. Esto nos dice con claridad hacia dónde soplan los nuevos vientos. Hay que cerrar los ojos y rezar.
El sociólogo francés Daniel Pècaut, en un análisis sobre la violencia y la política en Colombia habla de formas democráticas “relativamente estables”en la actualidad. Imposibilidad en la consolidación de credibilidad en el accionar democrático del Estado como consecuencia de la notable división social de origen que nace a la par con el país. (...) “a pesar de la existencia de formas democráticas relativamente estables desde hace varias décadas, lo político no parece dar lugar a la producción de un imaginario democrático. Además en el momento actual el país se encuentra de nuevo signado por fenómenos de violencia generalizada que parecen despojar de todo sentido a la idea de institución de lo social o, al menos, complicarla de manera particular”.
El análisis que hace Pècaut de la situación política actual de nuestro país resulta suficiente en tanto liga con acierto la generalización, entiéndase banalización, de la violencia con el desdibujamiento de lo político en el imaginario de los colombianos. Logros como el de la Constitución de 1991 han significado, no queda duda, avances importantísimos en la consolidación de un ideal cohesionado que permita sacar adelante el alma de la nación. A la mujer de la calle le han enseñado a odiar, y le han dado en su diario deambular meras soluciones de mercachifle, ridículos paños de agua tibia. Es por esto que, a pesar de los avances, la explosión de la violencia, no como un modo de reivindicación de lo social, sino como un prosaico modus vivendi de larga incubación, dificulta la toma de una posición lúcida y no subordinada frente a los abusos. La resolución de conflictos y litigios de carácter ordinario termina inscribiendo siempre los problemas en una lógica de violencia anónima, inefable e incontrolable que desborda los estamentos políticos y sociales ¿Cuál es la solución? Para empezar, ir más allá del análisis común, mezcla confusa de los saberes populares con la demagogia y la trápala de los que logran sacar ventaja del caos. Renunciar a las explicaciones superficiales que cruzan fronteras para circular en otras capitales del mundo, deviniendo bien sea en la consolidación de concepciones disparatadas ( los extranjeros que creen que en Colombia no tenemos edificios de más de dos plantas, o que la mayoría de los colombianos vive en rústicas casas empotradas en los troncos de los árboles) o en una condena injusta a un pueblo que sin misericordia ha sido engañado por unos pocos que, aunque poseen la misma sangre, han actuado como si el sólo hecho de llamarse colombianos equivaliera a portar una vergonzosa enfermedad venérea.
Niegan la sangre, pero se aprovechan de ésta. Los que se acuestan con la prostituta, y se benefician de su esencia, la desconocen horas después en la calle, avergonzados, ebrios de ingratitud, la escupen, y si es posible la abofetean. Porque ¿ qué respeto merece una puta? Hablar sobre la extensa producción de análisis sobre la situación de Colombia, su historia y su porvenir, resultaría ser una tarea que no cabría en este escrito. Las posiciones están inscritas, básicamente, en tres lugares que varían según la posición económica y política de quienes hablan sobre el país. Pècaut distingue estas posiciones en su trabajo cuando explica la imposibilidad de concebir, hasta hoy, un relato completo y suficiente de la violencia en Colombia. Las anécdotas despedazadas, las interpretaciones segadas y parcializadas por la identificación con un campo político en conflicto y los relatos circulares y duplicados, (potenciados por los medios de comunicación) impiden que exista una conceptualización clara de lo que pasa en el país.
Las propuestas, muchas, van desde las más quiméricas y extravagantes, hasta las elaboraciones más complejas e inabordables. Un mal que acecha y amenaza con disolver los esfuerzos lúcidos por sacar adelante este país, es el mesianismo, preocupante y renovado en estos primeros años del siglo XXI. Predecible. Se vuelve un espectáculo, reacción a la desfascinación, y al escepticismo bruto, ya agotado. Si viene un simio entrenado a contonear los glúteos y a masturbarse llevando la banda presidencial, lo aplaudiremos, lo abuchearemos. Da lo mismo.
Es un circo. Por eso, los nuevos líderes tienden a crear sobre sí mismos un aura de profetas, de falsa trascendencia. Sin mentiras, sólo con acciones magnánimas, con sacrificios...sacaremos a este pueblo de la miseria. El mesianismo termina siendo, siempre, una bufonada. Los artistas, casi todos menospreciados ( se salvan unos pocos que logran casi siempre triunfar en otros países), terminan siendo tildados de apáticos y poco útiles a la patria. Los críticos y los analistas se van lanza en ristre apuntando hacia los ojos de los letrados, descalificando su mordacidad y su verborrea. Deliberar pulidamente sobre el país sin duda ayudaría a sumar voces reflexivas y menos estólidas en contra de la injusticia, pero es algo que también apenas se está aprendiendo. El caos, el herpes, vuela entre el aliento de los colombianos y pasa de boca en boca para desordenar el juicio con su ardor y su comezón. Los intelectuales también sufren el desorden producto de la falta de autenticidad. Y aunque sus reflexiones resultan extensas y poco contundentes, como se les reprocha, el proceso de revolución intelectual, esto debe entenderse, se presenta lento y doloroso, contradictorio, pero finalmente, a la par con el alma de una nación, puede consolidarse y lograrse invencible. Los exabruptos, digamos García Márquez, salen eyectados hacia otros continentes, dejando humo y soledad entre quienes lo vieron ascender. Y no es cuestión de reclamar un compromiso de pensador francés de la década posterior a mayo del 68, más bien se piensa en la posibilidad de continuar, de transmitir los conocimientos avanzados y de donar un poco de genialidad para que en el camino hacia la pertenencia y hacia el amor propio, los colombianos, los otros letrados y los artistas de cualquier índole, no marchen a la deriva. Pero a García Márquez no se le puede exigir más. Su caso sirve meramente como ilustración. Su obra, sin duda, ha fortalecido el orgullo de los colombianos. Es importante entonces que no se deje escapar ese tesoro hacia la atmósfera, que se ancle al suelo nacional y no se disperse, como todas las historias, en meras citas o recuerdos estéticos; su legado debe fusionarse con nuevas fuerzas intelectuales que esperan otro estallido. Así, una sucesión de explosiones estelares pueda tal vez impulsar el espíritu de la nación hacia instancias siderales.
El análisis de una reflexión y el esbozo de una conclusión
A principios de 2006, el escritor Antonio Caballero escribía en su columna semanal en una de las revistas de actualidad de mayor circulación en el país, una reflexión sobre el Estado colombiano y su preocupante letargo y aturdimiento. Explicaba este trance del pueblo por la ausencia de un holocausto escandaloso, de una dictadura como la de Pinochet, por ejemplo, o de un genocidio como el ocurrido en Auschwitz. La violencia de los grupos armados de izquierda, decía Caballero, ha condenado esta opción como salida política. Pero la violencia de izquierda es una respuesta inmediata a la violencia económica de la derecha. Sutil y endémica (como el abuso sexual). Se necesita un sobresalto, decía Caballero. Un sobresalto, una reacción. No es tan sencillo.
La descripción que el analista hace de la manera como las violencias de izquierda y de derecha han sumergido el país en un estupor que parece interminable, es lúcida, pero deja de lado el problema de origen: la ausencia de identidad. La violencia derechista ha sido, como apunta Caballero, silenciosa y de baja intensidad, reiterada como el obrar del pedofílico, efectiva en términos de daños irreparables. ¿Se necesita, realmente un sobresalto? O, quizás, alguien que intervenga—un salvador venido de otras tierras—por este pueblo en estado de coma, abusado y maltratado por siglos. Claro que no. O tal vez haga falta algo que este ente-víctima de los vejámenes no tiene: una identidad, un espíritu que lo anegue con dignidad y coraje. Podemos pensar en un viaje microscópico a la conciencia de esta pobre nación violada en busca de sus recuerdos, de sus historias como pueblo. Un viaje con miras a instaurar una identidad que le dé fuerzas para levantarse y sacudir con convicción a los abusadores. Un sobresalto, sí, pero no un crimen brutal, (¿para qué más?) ni una dictadura salvaje en contra del país, triste protagonista de una historia de burdel, sino un despertar duradero y trascendental del coma en el que se encuentra.
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