Estimado Aarón Cáceres (mi bien ponderado jefe):
Le escribo esta misiva para comunicarle mi deseo de jubilarme. No es un capricho de soledad que se ha apoderado de mí ahora que mi única hija se casa. No. Es el deseo ferviente de tirar a la basura todo el trabajo que usted, injustamente, ha depositado sobre mis hombros, mi cerebro, mis ojos y mis canas.
Ese no es un capricho, más bien es una necesidad. Se trata de un sentimiento que nació en el mismo momento en que lo vi, a usted, entrando en la oficina con un aire majestuoso sostenido en sus dos dudosas maestrías y en incontables trajes caros.
Puede ser que la boda de mi hija me impulse a esto. Con una miserable pensión, puedo mantener una miserable soledad, pero no dos; y hoy que ella se va con su marido, nada me ata a la oficina.
Me quiero disculpar con usted por haberme tardado tanto en decirle estas cosas. No hay nada peor que respirar el mismo aire de una persona que lo odia tanto como yo. Ya sé que usted no se dio cuenta nunca, pero no era por falta de demostraciones... Al fin y al cabo, siempre admiraré el desinterés con que trata a los que están bajo su cargo. No porque sea un ejemplo a seguir, sino porque puede vivir con la repugnancia inmensa que inspira.
No tome esto como una renuncia. Sino como la despedida más sincera del más aplicado de sus empleados. Sé que buscará en su memoria las facciones del autor de esta carta, que querrá encontrar la imagen del que le habla con tanta dureza, pero no la encontrará, porque no le importa y nunca le ha importado.
Antes de despedirme, quiero externarle mi eterno agradecimiento por no recordarme. Ya sé que el mérito no es suyo, sino de ese cerebro tan corto que adorna su escasa materia gris y que solo sirve para alimentar codicias.
Atentamente, le recuerdo que lo odio y que, aunque no le deseo lo peor, no me molestaría verlo revolcado en porquería.
Saludos cordiales de su ex empleado y su más obligado servidor,
Jaime Toledo
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