La señorita G, no se pinta el pelo, aunque amenaza con hacerlo. Cruza la calle corriendo, riendo, sin soltarme la mano, como una niña traviesa. La señorita G es una adulta, que juega, se tropieza y lloriquea. Ella, la señorita G, me pellizca y corre, corre mucho hasta dejarse alcanzar; yo la cojo, la acaricio, la beso, la incendio, me incendio, en una antorcha de pasión. Pero no siempre ocurre así, a veces, la señorita G, me mira a los ojos, hace un pucherito con la boca y me pide un gesto tierno; entonces pone su cabeza en mi pecho y yo le acaricio el rostro y el cabello.
La señorita G me riñe muchas veces, frunce el ceño, se molesta, por mi falta de diligencia, por mi desorden, por mi desdén. No se lo digo porque sé que reventaría, pero se ve muy bella cuando reniega.
En las tardes aburridas y sin dinero, paseamos, caminamos, buscando el mar y éste, el mar, nos encuentra sentados en una roca contemplándolo. Ella calla, se ausenta, se aleja; yo la hago regresar con un beso y sonríe por un momento, y se vuelve a marchar. La dejo no la obligo, sé que no me puede llevar a ese horizonte lejano e insondable que son sus recuerdos.
Pobre, pobre, señorita G cuando llora, porque esta deprimida, porque algo le duele, porque el mundo es así y ella no entiende; y sus lágrimas caen directamente en mi corazón y trato de ser fuerte. Discúlpeme señorita G, soy así, lo siento por llorar también.
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