(escrito algún día de abril del 2005)

Un grupo de pilotos de parapente se reunieron en la casa de uno de ellos. Habían sido muy amigos.
No era una reunión con relación a su pasatiempo. Sólo deseaban juntarse y charlar, saber cómo les había tratado la vida.
-Yo ya no podré continuar con este deporte- dijo uno de los presentes- como verán, he tenido un accidente.
Todos lo miraron entristecidos. En su tiempo, él había sido quien más lo disfrutaba.
-¿Y a qué te dedicas ahora?
-Navego.
-¿Te enlistaste en la marina?
-No. Mi mar son los recuerdos, y mi barca, los sentimientos. Nunca he podido olvidar la sensación del vuelo. Cada vez que pienso en eso, siento que soy un majestuoso cóndor, que vuela sobre el azul cielo de mi país. Siento la libertad, el regocijo. Mi corazón se acelera, mi alma se inunda del gozo del viento en mi cara, en mi espíritu. Vuelvo a ser libre, alegre y gentil. Siento los tibios rayos solares cuando, en la mañana, en el momento del amanecer, volaba como un pájaro. Esa era la hora que más amaba, pues la fresca y pura brisa matutina, le daba esa especial sensación... pero, ahora, me siento prisionero, como si aquel altivo y alegre cóndor, hubiera sido capturado, le hubiesen cortado las alas, estuviese en un zoológico. Este “pasatiempo” como le llaman, era mi vida. Ustedes, aprovechen que pueden ser lo que son, que pueden guiar sus vivos cóndores por el cielo, ser libres, vivir. Cuando ya no puedan, comprenderán que, aunque lo han disfrutado, nunca apreciaron realmente lo que significa ser un piloto de parapente.
Todos quedaron pensativos con sus palabras, entristecidos por él, pero agradecidos por el consejo, que cambió para siempre sus formas de ver esa actividad, tan común para ellos.