Ya no tengo forma de averiguar quienes fueron mis tíos abuelos. Solo sé que concocí a una viejita jorobada, parlanchina, contenta, festiva al contar historias y tacaña en grado extremo. Ella decía que fue la madre de la madre de mi padre. Su nombre era Felicia y por su propia boca fue muy poco lo que le añadió a esa aseveración. Compartí once años con ella, ya que ambos vivimos en la casa de mi otra bisabuela. Por supuesto, murió mucho antes de que me naciera el apetito por conocer mi origen.
Por otros supe que Fela tuvo varios hijos, entre ellos una abuela que no conocí. Que unos murieron muy jóvenes y otros desaparecieron. Un día hicieron sus maletas y se marcharon. Dejaron a la vieja el gusto de saborear los nombres de los rumbos tomados. El mayor, Salomón, dijo hasta morir que vivía en la capital, por otra parte, la más pequeña, Cundita, que estaba en Sabaneta. Pero la verdad es que, excepto Carlos, ningunos regresaron.
Nadie me había explicado que el más joven de los tíos de mi padre se llamaba Carlos y que fue el último en abandonar a su anciana madre. Que al igual que los otros, una mañana cuando fueron al rincón donde dormía, descubrieron que ya no estaba. Y que la tarde que el antíguo reloj de péndulo arrancó a andar después de diez años inactivo, se cumplían tres décadas de su secreta partida.
Ciertamente fue una tarde, cuando después de haber comido, el fuerte calor del trópico se enfrentaba con el adormilamiento que en nosotros provocaba la digestión. Era necesario mantener la puerta del frente abierta y en línea directa con la que conduce al patio para que el flujo del aire amortiguara el sopor que trae consigo la resolana. Por eso, todos vimos un hombre de mediana estatura, delgado, de piel semi oscura y una cabeza medio poblada de canas, aparecer en el umbral.
Inútil fue que se identificara. Nadie de los presentes estaba en capacidad de reconocerlo, incluída su nonagenaria madre. Entonces, se presentó de otra forma: inquiriendo sí acaso una señora llamada Felicia aún vivía. Se le contestó que sí y se le condujo a donde estaba lo que quedaba de ella. Nadie supo lo que le habló, pero vimos un manantial extinguido humedecerse. Mi madre le coló un café y el tomárselo reguló la duración de ese diálogo y de aquel regreso. Dos años después enterramos a doña Fela.
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