Nació con un corazón de cristal de cuarzo. Tenía el pulso rítmico y débil como el de un metrónomo y había aprendido a vivir sincronizando respiración y latidos con el segundero de un reloj. Cualquier sorpresa podía derrumbarle el pecho. Cualquier sorpresa, una alegría inesperada o incluso un beso.

Aquel día, al doblar la esquina y encontrarse con ella notó como se le abría una grieta en la aurícula derecha. Instintivamente se llevó la mano a la muñeca buscándose el cronómetro y consiguió recuperar, a duras penas, su latir monótono.

Tuvo que sujetarse el pulso en el momento en el que ella le preguntó si tenía hora pero no fue hasta que hicieron el amor cuando decidió acabar, uno a uno, con todos los relojes de su casa.