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El charco de sangre se extendía por el suelo como una macha de tinta en una hoja de papel. Sentado en la barra del Club El Caporal, Angelo Da Vitta dibujaba caderas de mujer con el humo de su cigarro. Vestía un traje de impecable corte italiano, corbata de doble seda y nudo ancho y una camisa con gemelos a juego con la culata de su revolver. Tuvo que levantar un pie para no ensuciarse sus zapatos de piel de ciervo.
Desde donde yo estaba, justo detrás de él, en mi mesa de siempre, le escuché decir:
- Disculpe, supongo que si le pido un Martini Seco sabrá que es lo que me tiene que preparar, ¿verdad?
En aquel momento al camarero le temblaban la voz y las rodillas pero era norma de la casa ser siempre atento con los clientes.
- Eh, si señor, cinco partes de Ginebra por una de Martini. Llevo trabajando en esto casi cuarenta años.
- Yo siempre he pensado que para preparar un buen Martini Seco era suficiente con enseñarle al vaso de Ginebra el corcho de una botella de Vermú, pero amigo, usted es el camarero. Tómese su tiempo. Hoy no tenemos prisa.
En el Club El Caporal las lámparas iluminaban a rás de suelo. Era un sitio oscuro de manteles a cuadros rojos y blancos, una trinchera de botellas de vino en un rincón y un timón de barco sujetando la pared. Aquella noche la escasa decoración del Restaurante la completaban los anillos del reciente cadáver que había en el suelo.
Si contamos las orejas, los orificios de la nariz y la boca sumamos cinco agujeros en la cabeza de un ser humano. En la del cuerpo que yacía a la espalda de Da Vitta había uno de más. Es imposible que un muerto en esa postura encuentre el descanso eterno. Una mano en los genitales y otra en la cartera, las piernas ridículamente separadas y boca abajo perdiendo sangre como un surtidor de gasolina espesa.
- Los hay que mueren con más clase –dijo Da Vitta dirijiéndose al camarero que intentaba acertar con la Ginebra en el vaso-
- Si Señor, supongo que sí.
Da Vitta sonrió ladeando la cabeza.
- Así que cuarenta años en la profesión... Yo empecé a matar hace exactamente dieciocho. Los mismos que tenía mi hija, Sandra da Vitta, el día que murió. Era una chica preciosa amigo. Tenía los ojos y la risa de su madre. De mí heredó la elegancia, la sangre y la mala suerte. Quería ser bailarina “como las de las cajas de muñecas, papá”, me decía. El mismo día en que la enterramos empecé a trabajar como asesino a sueldo. Para esta profesión, amigo, es necesario haber asistido, como mínimo, a un entierro. Para conocer el mercado, ya me entiende. Se dice que la gente como yo no tiene corazón y que está vacía por dentro. Eso no es del todo cierto. Vacío no estoy, llevo dos sacos de arena en los pulmones para que me siente bien la chaqueta. Y sí, sí tengo corazón, pero lo tengo a dos metros bajo tierra dentro de una caja de muñecas.
Angelo da Vitta alargó la mano para recoger la copa que el camarero le ofrecía mientras con la otra se llevaba el cigarro a la boca para dibujar, esta vez, corazones y dianas y siguió hablando con el otro lado de la barra.
- Con este muerto hoy me jubilo. Me retiro amigo. Mis asesinatos cumplen hoy la mayoría de edad.
Cuando se oyeron las primeras sirenas, la mujer que había estado compartiendo mesa con el ahora fiambre no pudo sujetarse las lágrimas y se desplomó sobre su plato de Ravioli Pescatore. Sonó el teléfono de la barra y se escuchó un murmullo nervioso entre los comensales.
- Quieren hablar con usted. –dijo el camarero señalando hacia la ventana-
Da Vitta dejó el cigarrillo en el cenicero y cogió el auricular.
- Ya. Que son ustedes la policía, imaginaba que los caballitos no eran. Y que salga con las manos en alto. Ya. Eso también me lo esperaba. –respiraba hondo entre frase y frase y aprovechó para darle un trago a su Dry Martini- Mire, salgo en cuanto me termine la copa. Ah, y escúcheme. Si tienen pensado entrar antes e interrumpirme vayan avisando a la funeraria de que les va a hacer falta un autobús de luto. Me los llevo a todos por delante. Sí..., otra cosa más. Por favor, apaguen las sirenas. Aquí dentro está llorando Sinatra en un vinilo y me gustaría que dejasen de deshacerle los graves.
Colgó y volvió a su asiento acariciando la madera de la barra. Antes de sentarse sacó de su cartera una fotografía con los bordes desgastados. Diría que al mirarla le temblaron las manos aunque desde donde yo estaba no puedo asegurar que así fuera. También juraría que el espejo de la barra se empañó a la altura del reflejo de sus ojos.
Apuró la copa hasta la aceituna, se repasó el nudo de la corbata frente al cristal de una botella de Whisky, desenfundó su revolver, se despidió del Restaurante guiñándole el ojo a las señoritas y se dirijió hacia la puerta. Los coches de policía se alineaban detrás de la ventana. Justo antes de salir Da Vitta se dió la vuelta y le dijo con una sonrisa serena al camarero:
- Perdóneme, me iba sin pagar. ¿Cúanto le debo?
- Nada, descuide. A la última siempre invita la casa –respondió el barman con un tanque en la garganta-
La puerta se cerró detrás de Angelo da Vitta y recuerdo que, desde dentro del Club El Caporal, los disparos sonaron como el aleteo de una bandada de gaviotas con zapatos de tacón.

Madrid, 20 de Mayo de 2004

Texto agregado el 03-06-2006, y leído por 144 visitantes. (0 votos)


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