Decidí salir un poco antes de mi trabajo. Mi jefe no puso ningún problema a que una hora antes cerrara mis carpetas, mi ordenador y la puerta de mi despacho. Corrí escaleras abajo, dejando los ascensores para aquellos con menos prisa.
El peluquero me esperaba a la hora acordada y de ahí, otra vez corriendo, a la floristería.
Un ramo, de doce preciosas rosas, dejaba en el asiento trasero de mi vehículo. Otra vez dejé el ascensor de mi escalera que descansara y subí hasta el quinto piso corriendo por las escaleras. Por fin estaba en casa.
Miré de refilón el calendario, sí, era catorce de Febrero, día de los enamorados y no podía fallar nada, todo tenía que salir a la perfección. La mesa preparada con una vela en medio de color rojo, como las doce rosas que escondía en mi dormitorio. Los cubiertos en su lugar y la cena casi en su punto. Nada más esperaba que llegaran las diez de la noche para sentirme feliz en un día como el señalado.
El nudo de la corbata parecía bien hecho, nunca supe hacerlo bien, siempre estaba mi madre detrás dándole el último toque; hoy debía hacérmelo yo solo. Las diez menos cuarto marcaba mi reloj, así que decidí encender la vela y echar un vistazo a la cena que había preparado. Las rosas que reposaban encima de la cama de mi dormitorio eran las más bonitas que jamás había visto.
Esperaba ansioso la llamada del timbre de la puerta. Los nervios me comían. Empecé a dar paseos por el comedor alrededor de la mesa con la vista puesta en la llama de la vela, y a la vez, en la puerta de la calle.
-Puede que haya encontrado muchos vehículos de camino hacia aquí. Claro, seguro que será eso. O puede que me quiera dar una sorpresa y tarde adrede para que yo me ponga nervioso. Miraré el timbre a ver si funciona, igual está ahí afuera esperando. No, hubiera llamado a la puerta, o al móvil. Esperaré, no me he de alterar una noche como esta.-
La vela de la mesa se iba consumiendo poco a poco. La cena que esperaba en la cocina se quedó fría. Las rosas escondidas en el dormitorio, encima de la cama, perdían su frescura mientras avanzaba la noche.
Eran las once y media y sonó el teléfono fijo, el que reposaba sobre la mesilla junto al televisor.
-Sí, dígame.
-Hola Ernesto, soy Javier, disculpa que te llame a estas horas, pero se me olvidó el lugar de aquel restaurante que me aconsejaste una vez ¿Recuerdas el nombre?, hoy quiero invitar a una amiga que conocí hace unos días, tú ya la conocerás, es Alicia.
¿Ernesto?, ¿Estás ahí?, ¿Qué te pasa?...¡Ernesto!
®Manuel Muñoz García-2003
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