Y evoca un sonido imperceptible, como si ya estuviese muerta. La observaría como tantas veces, pero imágenes irreales llegan a su memoria. Confronta el sudor sofocante de su propio nerviosismo. Ya la extraña. Pero no debe hacerlo, lo sabe. No puede extrañar su calidez ahora, porque será eternamente su corazón. Con ella quedará el recuerdo de sus propios actos, tan imperceptibles ante la vida de aquellos focos que no pertenecen a este mundo sólo suyo. Pero la extraña.
Sus cuerpos transparentes, sin luces, respiran en sus memorias. Parecería ayer que sus vivencias se convirtieron en una. Es tan fugaz su amor verdadero. Justo anoche se perdían en pasiones y en amores. Justo anoche se convertían en una carne sin vida dejada en una dimensión sin tiempo. ¿Qué más allá de sus propios gritos? ¿Qué vida más allá de sus memorias, de sus gozos, de sus entregas, de ésta última?
Él la observa largos ratos. Parece un retrato perfecto. Vive esa fotografía en su mente. Esas facciones toman vida. La blanca tez lo envuelve en sus curvas. Esos labios lo están tragando irremediablemente; esos ojos aún encierran el reflejo de todos sus actos hace unas horas, cuando sus sábanas se mojaban de jadeos y sus cuerpos se deslizaban en montes acolchonados. Hace poco la habitación percibía una muerte premeditada y preparaba la fotografía, así, como adueñándose del sexo más triste. Y él trata de terminar su pintura. Conoce tan bien esa compañera que sabe que ni la oscuridad imperante puede evitar la ruta de sus manos por sus pieles, y así trata de dibujarla, la más perfecta. Sabe que no puede mejorar los trazos de la realidad, de su mundo, pero quiere regalarla en la mejor postura, no en la posición indecente de sus pezones al aire o en la santísima colocación de sus senos.
Sus gotas caen escandalosas ante el piso mudo y frío de su domicilio cómplice. Él siente una gran liviandad, pero una gran culpa. Es un géminis sin remedio. Así se lo decían los astros en lenguas tan refinadas y enigmáticas, pero tan honestas. Solamente hoy comprende el azar desmedido de su propia personalidad. Llegan a su mente las palabras que insultaban su corazón y las imágenes que traicionaban sus amores. Entonces sonríe un yo nefasto, que se vence fácilmente ante una realidad triste.
Ella tartamudea un castigo eterno en su presencia. Él conoce las palabras. Son las palabras más bellas; aquellas que lo hicieron el ser especial y más feliz. Sí, son esas palabras punitivas que arrancan otra lágrima de sus ojos, porque lo acompañarán perdurablemente en los segundos que le esperan. Son un te amé, un te amo. Son palabras ininteligibles. ¿Por qué no son un por qué? Talvez así él mismo se daría respuesta, porque ya olvidó la causa hace unos minutos inolvidables.
Él corre sus dedos por sus ojos, pero ante la soledad se da cuenta que es innecesario. Ya no puede perder su orgullo. Ya está destinado a perder su propia lucidez. El tiempo empieza a jugar con su pasado y la mente se le va en memorias. Escucha un te amo de un vestido blanco y unos labios devoradores. Ve el anillo y sus ofrendas, y repite por su instinto, o por una condena indeseable del destino, sus promesas de amarla y respetarla todos los días de su vida, hasta que la muerte los separe. Y reviven sus alegrías. Pero también sus penurias. Ya se siente el hombre más triste en la tierra, el más solo, Adán sin su Dios bondadoso. Se enfrentó a su Eva engañada por las tentaciones del demonio. Esa fruta prohibida que fue mordida por una joven enamorada que no quiso compartirla. Eva conocía bien a su compañero de todo; ella era carne de su carne. La costilla hoy pierde su sangre en una cama, y el demonio sonríe por su jugada tan perfecta, mientras Adán descubre la otra trampa después de haber caído en ella.
Él mueve su cabeza a ambos lados, como negándose a sí mismo y recuperando su sobriedad después de haberse embriagado de sangre. Solo así logra despertarse. Llegan a sus oídos otros te amo, y él sonríe. Cree que fue una pesadilla cuando sus manos acariciaban la sensibilidad de su mujer y diosa; cuando sus vidas se desbordaban en el mismo paraíso; cuando las piernas de ella le parecían tan inmensas, la bahía de un mar infinito, y su barco llegando a su puerto, y hundiéndose en un éxtasis tan húmedo, como un maremoto que acaba todo. A él ya le parecía un sueño la perfección del momento, esa entrega entera, esa comunicación de almas, esa sensación envolvente, esos ojos cerrados de ella, esas pupilas soñadoras, esos cabellos negros ondeantes de un toque etéreo, ese instante incorpóreo de dos esencias, esa carrera por su cuello y su abdomen, todo lo común de sus noches juntos. Pero más pesadilla era ese nombre intruso, esa imaginación de su mujer, esa evocación de ruido y el eco de alguien que no pertenece. Ahí quedó el intervalo y la tregua, las caricias y la entrega. Ahí inició la fuerza. El roce con su cuello, el apretón de celos, el respiro profundo por un aire que no llega a sus pulmones y una sangre que no cruza sus arterias. No puede respirar. Él ve como sus pupilas desaparecen ante el rojo capilar de sus ojos. No siente piedad, sólo rabia, y el final es tan atrayente como su sexo. Está sonriendo ese yo nefasto, esa personalidad asesina. En lo profundo su amor simplemente grita y su yo enamorado sencillamente suspira un lo siento, a lo que ella responde su castigo deliberado: Te amo.
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