Milán. Giuseppe Meazza. Ultimo minuto. Avance incisivo, pierna izquierda, arquero vencido, balón adentro y, todo terminó, el teutón acabó con su gélida anotación la alegría del país del Sagrado Corazón de Jesús.

Noventa minutos en los que la condición luchadora y afable de nuestra gente, ese espíritu maleable que convierte nuestros apuros en chanza, esa interminable capacidad de convertir todo en una fiesta, se habían transformado en una cumbia de toque-toque, atajadas heroicas, quites prodigiosos y jugadas de ensueño, y todo, absolutamente toda esa elevación de los ánimos, toda esa construcción fastuosa de orgullo y gozo publico tejida alrededor de un pelota, en el momento más insólito, se derrumbó, precisamente cuando ésta, después de ser tocada y manejada por los nuestros en los dos tiempos, traidora, se alojó en nuestra red.

Tragedia. El narrador sin voz, una exhalación de lamento general, la imagen del portero de mil alegrías sacando el aguijón de la arquería, las lágrimas de mi hermano, las lúgubres caras pintadas con el tricolor nacional, el licor de dos, tres o más horas se fue dejando la resaca automática, un “no puede ser” se plantó el alma de todos, el calor de nuestros tropicales corazones fue enviado en un segundo directo a los helados Alpes Bavaros. El país, dolido.
Era una real pesadilla. Que jugamos como nunca y perdemos como siempre, sentenciaban algunos fatalistas. Que no pasó nada, que ese juego de veintidós pendejos en shorts no valía la pena, dijo la señora entrada en edad despreciando la situación para disolverla. Que tal o cual jugador tuvieron la culpa, enjuiciaban otros queriendo desquitarse con alguno. No faltaron los de la crítica al señor árbitro. No vuelvo a ver un partido en lo que me queda de vida, comentaban los que no aguantaban más. Todos buscaban respuesta sin tino. Nos habían bajado de un trancazo de la nube en la que orgullosos y flamantes estábamos.

Dos minutos después la magia llegó. Esos chispazos, esos triunfos que nos devuelven la identidad, y en los que verdaderamente todos jugamos del mismo lado se acordaron de nosotros.

El Mono de Santa Marta recibió el balón y de pierna zurda lo metió por entre los contrarios, por donde no cabía, aparentemente a la nada, como solía hacerlo este gladiador caribe de rizos rubios, que no corría, que jugaba caminando y cuya genialidad solo podría brotar de los polvorines de donde salió. Una gacela negra recibió el balón complementando la portentosa jugada, pisó el área y suavemente, con el borde interno de su pierna chutó. Pelota por entre las piernas del portero contrario. Fue Gol.

Un mar de banderas inundó las calles, la música salía de cualquier parte, la vida era música. La alegría no nos cabía en el cuerpo, por eso la gacela que anotó tenía los ojos desorbitados, la imagen se repetían en los televisores, caravanas de alegría en todo el país, mi hermano brincó y brincó de la emoción, se nos olvidó la guerra, en las montañas guerrilleros son de paz. Abrazos, pitos y sirenas, la vida nos sonreía. Por fin, sin ambages, ni condiciones sociales, habíamos logrado ser iguales por un momento, todos dignos de un abrazo fraterno. El carnaval se anticipó, o más bien salió del envase en el que lo tenemos siempre. El Alcalde al calor de un Aguardiente decretó día Cívico, es decir, día de parranda, y narró el Gol nuevamente, el gol de la gacela, el del mono de Santa Marta, el de todos, que no fue un gol, fue un GOOOOOOOOL!!!!

A mi hermano, con quién disfruto cada gol