Viento fresco, ligero, puro… Me recuerda a esas tardes-noches de invierno en las que con una mantita cálida echada por las protectoras manos de mamá, disfrutaba con mi hermana jugando a imaginar…
Cuántas tardes en el ambiente tibio de casa mezclado con el delicado aroma de una tarta recién sacada del horno, donde jugábamos a ser chefs, grandes reposteras.
Momentos en los que no importaban las calorías, ni las grasas, ni tan siquiera las malditas raciones de hidratos de carbono.
En los que el increíble hecho de que la masa fermentara era motivo de alegría y reconocimiento.
En los que untarse con mantequilla sucumbía nuestras risas más dulces.
En los que jugar a ser mimos era excepcional: tirar más y más harina al contrincante (mis hermanillas) para después inventar gestos con los brazos, la cara y el cuerpo. Y más tarde, resurgían los gritos de mi madre, por el desastre, que causaban una complicidad aún mayor entre mis hermanas y yo. Hacía que nuestras risas se calmaran y volvieran a surgir apresuradas cuando mamá se daba la vuelta y volvía con papá.
Más y más recetas sacadas de los viejos libros de cocina que aún guardaba mi madre o mi abuela. Algunas salían de nuestras imaginaciones, otras improvisadas. Nos derretían el paladar pensando en ese dulce tan adorado.
Al terminar, el resultado solía decepcionar un poco. Pero para mí, el tiempo trascurrido entre fogones, harina y mis niñas, valía más que cualquier tarta.
Instantes gloriosos, sin llegar a pisar el suelo firme de la calle, donde todo era posible. Cantar, bailar, imitar a nuestros héroes de cuento, hablar de cualquier tontería e incluso, discutir por nimiedades que siempre se solventaban con una mirada de perdón y una enorme sonrisa.
La relación con mi hermana Cristina no siempre fue fácil.
Discutíamos, nos reconciliábamos y así infinidad de veces. Nos necesitábamos.
¿Por qué los hermanos se maltratan si se quieren tanto?
“Idénticas, como dos gotas de agua”, comentaba la gente. Muchos nos confundían. Cuando llegué a la adolescencia el cambio físico fue brutal. Me trasformé en Cristina. Mi físico, mis gestos, mi voz… todo recordaba a ella.
A pesar de ser tan parecidas, nuestros modos de ver el mundo eran opuestos. Teníamos personalidades distintas. Ella reflejaba la tranquilidad, yo el nerviosismo.
Sin embargo, aunque nuestra complicidad nos llevaba a saber lo que pensábamos al instante muchas veces, Cristina y yo, no solíamos hablar de nuestros sentimientos. No nos desvelábamos nuestros deseos más íntimos: nuestras relaciones sociales estaban envueltas en un medio misterio. Simplemente sabíamos que nuestras respectivas amistades existían y basta.
A pesar de la corta diferencia de edad (dos años y medio) nuestros mundos fuera del ambiente familiar se dispersaban. Salíamos pocas veces juntas, pero cuando lo hacíamos solía ser genial.
Me fascinaban esos momentos en los que parecía que Cristina y yo, sentíamos lo mismo.
¡Cuánto quiero a mis hermanas!
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