STOP. RECOJA SU TICKET. “Privilegios de ser un conserje” piensa Ernesto. Frunce su ceño y cruza desobedeciendo la orden de la barrera de seguridad que le da los buenos días desde hace veinticuatro años y cinco meses.
Al bajar la rampa aspira una gran bocanada de aire viciado y sonríe ampliamente, tanto que su rostro enseña al vacío del Parking muchos más años de los cuarenta y cinco que tiene. Detesta que algunos clientes de edad superior a la suya le llamen “abuelo”, con un tono despectivamente cariñoso, junto a un todavía más irritante trato de usted. La segunda cosa que él más odia es que los clientes aparquen sobre las líneas amarillas que decoran el suelo del Parking. De su parking. Calle Joaquín Maderuelo 7, semiesquina Fundadores en el distrito de Chamberí. Ernesto siempre ha creído que si algún extraterrestre le sustrae el alma, cosa que teme entre resignado y convencido, lo único que permanecerá en su mente será la retahíla de palabras que conforman la dirección del Parking. De su Parking. Donde entra cada día a las 7:40 de la mañana subido en su motocicleta vespino de color anaranjado cobrizo, sin el brillo centelleante que hace veinte años a buen seguro tuvo cuando aún era montada por su antiguo dueño. El mismo que la abandonó a su suerte dejándola apoyada en una columna de un sucio y ocuro Parking del centro de Madrid, tras largos años de leal e intachable servicio.
Tras barrer metódicamente la planta principal del Parking, como él la llama, aunque la única en realidad, revisa cada extintor de incendios en un ritual que lleva realizando desde que falleciera su padre. Un cáncer de pulmón cortó de raíz la ascendente carrera de un empresario brillante llamado Federico Abad, obsesionado con los ansiolíticos y casado con el tabaco hasta que la muerte les separó, para dejar sus negocios en manos del único hijo que tuvo tiempo de tener. Ernesto Abad. El mismo que abrillanta con delicadeza mañana tras mañana las barreras paragolpes de cada columna, y que disfruta inhalando profundamente ese aroma tan peculiar del Parking, mezcla de gasolina y humo encerrado de motor. Para él, pocos placeres se acercan de lejos al de aspirar ese olor. Son las 8.29 por el reloj del despacho (una conserjería de 2x2 desde la que controla barreras y luces), y Ernesto acciona la palanca que hay junto a la entrada para elevar la puerta mecánica del Parking. En cuanto oye el ruido que la deja situada en OPEN, corre lo más rápido que sus piernas zambas le permiten hacia el despacho, para que ese cliente madrugador, que nunca aparece, pueda acceder al interior sin esperar a que él le suba la barrera.
El amor por su trabajo le hace ser querido. Él lo sabe y le gusta. Le gusta que le digan lo bien que hace su labor. “Lo hago por el cliente y por el Parking”, contesta siempre con esa media sonrisa humilde que adora mostrar, una sonrisa dulce que inspira ternura y un puntito de pena. No le gusta que intenten darle propinas ni que le pregunten sobre su vida privada porque, tal y como él dice, el Parking es el amante más exigente y la familia más cariñosa que necesita. Casi siempre es feliz, aunque ahora su rostro desencajado y la vena palpitante de su sien izquierda no induzcan a pensarlo. Aún extenuado y enrrojecido por la carrera, Ernesto revisa tras sus gruesas lentes el planing del día de ayer: una hoja bien estructurada con el nombre del cliente, matrícula del vehículo y hora exacta a la que accedió y abandonó el Parking. En color rojo resaltan los datos de un cliente especial. Se trata de Elisabeth Paredes, una madre soltera de mediana edad a quien él cada día admira maravillado aparcar torpemente su Opel Corsa gris marengo del 91, matrícula M-0426-LZ. El sonido de su motor bajando la rampa del Parking, un susurro ronrroneante con ritmo irregular, es una pieza de la mejor música en los oídos de Ernesto. Entre las 9:22 y las 9:35 abandona su despacho para dar los buenos días a la señorita Paredes (“Llámame Lisa”, replica siempre amablemente con su voz tenue y templada). Que pensaría si supiera que, nada más marcharse ella cerca de las 20:00, limpia minuciosamente la plaza número setenta y dos, aunque sea la más lejana y recóndita de todo el subsuelo de Joaquín Maderuelo 7, semiesquina Fundadores. Jamás soportaría que ella se quejara de haberse econtrado una colilla sobre el suelo de su plaza. La señorita Paredes tiene muchas cosas que le gustan a Ernesto: una melena rojiza y ligermente ondulada de unos 45 centímetros, la piel blanca y delicada y su esencia de rosas frescas. En realidad se trata de un perfume barato que ella compra en el supermercado, casi sistemáticamente, cada comienzo de Octubre cuando hace la compra grande del mes pero que, sin saber por qué, le hace un sentir un escalofrío agudo por toda la espalda casi a la vez que le viene a la cabeza la imagen de un campo lleno de rosas rojas y frescas. Una luz cegadora baña el manto rojo, y el aroma....Ese aroma. Siempre lo mismo, el aroma y el escalofrío. Y los caramelos de Julia. Julia es la hija de la señorita Paredes, a quien Ernesto regala cada día los mismos caramelos cuando la ve salir de un salto del asiento trasero del Opel Corsa cinco puertas gris marengo de su madre. A ella le cae bien Ernesto, pero aborrece sus “caramelos rancios con olor a viejo”, réplica que le ha costado algún que otro tortazo de su madre, quien se preocupa por aceptar agradecida el detalle del señor conserje Ernesto (“Por favor señorita Paredes, sólo Ernesto....”, ”Cuando usted me llame Lisa”, responde irónica ella). Sin que su madre se entere, Julia deja caer los caramelos en la papelera del Parking que custodia la puerta de acceso a la planta de arriba, con una sutileza inusual para una niña de quince años. Un día en que Ernesto realizaba la recogida diaria de basuras, descubrió los caramelos inspeccionando una de las bolsas. Le encanta sorprenderse con algunas cosas que desechan los clientes: monederos, gafas de sol, teléfonos móviles... Y hasta un sostén de mujer que alguien depositó en la papelera que hay entre la 30 y la 31. Posiblemente de la señora Del Rosal que aparca en la 31, una vedette retirada que le mira con la desconfianza que le han dado sus casi 60 años, 15 de ellos en la fama, aunque ella diga cuarentaitantos y se maquille como una chiquilla de dieciséis. Más o menos la edad de la hija de la señorita Paredes, un poco mayor quizá para recibir caramelos del conserje de un Parking. Pero en su noble intención de ser amable con la hija de la señorita Paredes, él recoge delicadamente los caramelos de la papelera, limpia con cuidado el envoltorio y los prepara para regalárselos de nuevo a Julia la mañana siguiente entre las 9:22 y las 9:35.
Revisa metódicamente su planning y sus notas (acompañantes inusuales, días de lluvia, resultados del recuento de monedas que hace cada hora...), pero hoy algo le resulta extraño. El único nombre en rojo de toda la agenda aún no ha registrado la salida del Parking. Se trata del Opel Corsa gris marengo cinco puertas de la señorita Paredes, que aún se encuentra estacionado en la 72 a las 20:53, casi una hora más tarde de lo que suele ser su salida habitual. Si hay alguna cosa que molesta a Ernesto de verdad, más que que los clientes aparquen sobre las líneas y que le traten como a un viejo, es todo aquello que se sale de la rutina: ni más ni menos que éso. Todos los lunes durante las noches de toda la infancia que es capaz de recordar, y muy avanzada la adolescencia, Federico Abad llevaba a su hijo al despacho que se levantaba en la Avenida del Mediterráneo, junto a una tienda de disfraces que entusiasmaba al entonces imberbe chaval. Allí se encontraba la caja fuerte que contenía los sellos de la familia Abad, los cuales revisaban, ordenaban y limapiaban con un mimo excepcional que se ha mantenido a lo largo de varias generaciones. El lunes 17 de Marzo de 1980, Ernesto esperaba a su padre en el portal de la casa tal y como solía hacer para la revisión semanal de la colección (“El Día del Sello Bello”, lo llamaban con cariño), pero Federico tomó otro camino diferente al habitual. Al salir del trabajo, mientras se dirigía a su aparcamiento de la calle Joaquín Maderuelo, su sistema respiratorio sucumbió al cáncer que llevaba matándole lentamente desde hacía 12 años. Una vida de excesos impidió que Federico acudiera aquella lluviosa noche a la cita semanal con su hijo y los sellos de la familia. Tal vez por eso, desde aquel día, Ernesto cambió inconscientemente una pieza de su antiguo engranaje mental, para atornillar otra nueva que asociaba cualquier variación de la rutina diaria con una desgracia.
Empujado por esa terrible sensación premonitoria de catástrofe, Ernesto venció a los músculos de sus piernas agarrotados por el miedo y se encaminó con paso dubitativo hacia la plaza número setenta y dos de la señorita Paredes. Decidió que de camino a la vuelta y tras verificar que todo estaba en orden, dejaría en el almacén las herramientas que había cogido para reparar esa maldita tapa del extractor que tantos meses llevaba descolgada de su anclaje justo encima de la 58.
Levantó la vista y, por un momento, le pareció ver algo que se movía en el interior del Opel Corsa gris marengo aparcado en la 72. Algunas veces, la luz interior del Parking actúa como la luz solar que incide en las capas de aire del desierto, reflejando la imagen del cielo azulado sobre la arena y engañando a los pobres aventureros que creen ver un oasis. Su Parking está habitado por extrañas sombras, pseudofantasmas con quienes ha aprendido a convivir. “Tal vez alguien haya conseguido colarse en la planta baja desde arriba y esté robando el coche de la señorita Paredes”, pensó de pronto. Ernesto sabe que sería demasiada casualidad y que, además, ella lo habría apreciado al acudir a su plaza a la hora que suele hacerlo. Sin duda ninguna él habría sido el primero en enterarse por boca de Elisabeth. De modo que algo fallaba en todo aquello. Unas gotas de sudor se deslizaron por su frente, ondulada por las arrugas. Su boca estaba reseca y la sien izquierda le palpitaba como si un gusano bajo su piel luchara desesperadamente por salir. Se encontraba a unos 10 metros escasos de la 72 y ese miedo atroz se acrecentaba con cada paso que daba. De forma instintiva, metió su mano temblorosa en la riñonera y sacó un destornillador de unos 18 centímetros, empuñándolo con tanta fuerza que su mano derecha se hinchaba y enrrojecía. Con la punta hacia abajo, como había visto una vez en aquella película en la que unos adolescentes ebrios invocaban a los espíritus con la tabla de la Ouija, y acabaron matándose unos a otros utilizando las herramientas del sótano de uno de ellos dónde llevaron a cabo la macabra reunión. Sólo que estaba vez el terror era real. Lo sentía recorriendo su cuerpo, bajando de la base del cráneo hasta las puntas de sus dedos en forma de escalofrío, y también en la boca de su estómago como un orificio que le traspasaba del abdomen a la espalda. Percibía la respiración entrecortada que salía silenciosa entre sus labios pálidos y acartonados, pero lo que más le asustaba era el desajuste entre el latido de su corazón y el ruido sordo que emitía su sien izquierda al llenarse de sangre: ambos sonidos componían un repiqueteo desquiciante en el interior de su cabeza. Asió el improvisado arma aún con más fuerza, y avanzó con decisión los pocos pasos que le separaban de divisar el interior del Opel Corsa cinco puertas, ahora silencioso, de un color casi negro visto bajo la tenue luz fluorescente del Parking. Lo que pudo ver le dejó paralizado, aunque la intensidad con la que apretaba el mango anaranjado del destornillador no disminuyó en ningún momento. Elisabeth Paredes yacía en diagonal encima del asiento trasero de su vehículo, con su mitad inferior apoyada toscamente sobre la superficie reclinada del asiento delantero del acompañante. Su cuerpo lo tapaba un individuo de pelo oscuro y algo cano, de nalgas velludas, mientras la empujaba con movimientos de pelvis a intervalos rítmicos y regulares. Ella le rodeaba con sus piernas desnudas, más bellas de lo que Ernesto hubiera soñado jamás. Como sus mejillas, sus muslos eran pálidos y delicados. Únicamente podía oirse el tintineo agudo y lejano de algún objeto metálico chocando contra otro, quizá dos hebillas de cinturón, acompasándose de una forma dolorosamente armónica con los latidos sordos y graves que se habían instalado indefinidamente detrás de la frente de Ernesto.
Permaneció allí, inmóvil, durante unos 20 segundos, mirando al vacío en ese estado intermedio tan dulce entre el sueño y la vigilia, sin saber cómo había llegado hasta allí ni por qué. Parecía como si todas las actividades de su anatomía, prematuramente envejecida, hubieran cesado durante un breve instante. Pero comenzaron de nuevo a funcionar. De forma casi inconsciente, pero ágil y decidida, Ernesto deslizó sus dedos por debajo del tirador de la puerta del acompañante y, al oir un chasquido, tiró con fuerza hacia él. La puerta se abrió violentamente y dejó escapar un halo de vaho que empaño levemente los gruseos cristales de sus gafas. El olor que despedía el interior del vehículo era una mezcla del maravilloso perfume de rosas frescas de la señorita Paredes, corrompido por un hedor a sudor corporal extremadamante desagradable para el delicado olfato de Ernesto. Inhalar involuntariamente una bocanada de esa peste hizo que su pulso se acelerara aún más, hasta notar que su corazón recorría su esófago en dirección ascendente. Un vapor fogoso emanaba de su boca. Sentía su cuerpo a punto de explotar. Se abalanzó encima de las piernas de aquel individuo extraño, con un salto rápido y preciso impensable para cualquiera que le hubiera conocido, y clavó con fuerza el destornillador en su nuca sudorosa. Penetró bajo su piel de una forma sorprendentemente fácil y natural, como si se tratara de gelatina. El ruido que hizo al atravesar las capas de tejido recordó a Ernesto al sonido que hacía su dedo índice cuando lo hundía en la olla de pasta recién cocida. Un fino hilo de sangre manó de la empuñadura del destornillador hacia el cuello de su camisa, blanca con rayas azul cielo, para desaparecer por debajo en dirección a ninguna parte de su cuerpo ya inmóvil. Elisabeth Paredes mantenía sus ojos brillantes bien abiertos, casi sin parpadear, mientras que su rostro perdía el poco color que solía tener. Su expresión era mitad pavor agónico, mitad asfixia provocada por el peso muerto del individuo, que se había duplicado al destensar sus músculos, y el peso de Ernesto, de rodillas con una pierna atrasada y apoyada entre el asiento del acompañante y el anclaje del cinturón de seguridad. Elisabeth quiso chillar pero no pudo, aunque casi con toda seguridad nadie oiría sus gritos ahogados por la estructura cavitaria del Parking ya vacío. El miedo la atenazó por completo, detuvo sus músculos y llenó su mente de pensamientos irracioanles. “Perdón” fue la última palabra que se escapó como un susurro ronco y débil, casi imperceptible, justo antes de que Ernesto Abad, propietario y único empleado del Parking de la calle Joaquín Maderuelo hundiera un destornillador de 18 centímetros en su garganta. La sangre brotó con violencia salpicando el techo color beige de su Opel Corsa gris marengo cinco puertas. Sus débiles espasmos cesaron a los pocos segundos; sin embargo, aquel fluido denso que llenaba sus venas e impulsaba su corazón chorreaba sin freno dejando una estela rojiza y brillante a su paso por el delicado cuello inerte de Elisabeth Paredes. Varias de aquellas gotas habían alcanzado la pintura amarilla que delimitaba la frontera entre la 71 y la 72, dejando un reluciente moteado a la franja impoluta que él llevaba años limpiando. Tras veinte largos minutos frotando la superficie con sus productos más eficaces, Ernesto Abad se aseguró de dejar impecable la franja amarilla, se sentó junto a la columna de la 71 y deseó volver a ver a su padre más que nunca en esos 24 años.
(22-10-2004)
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