El pobre de mi hermano Aurelio
Cada minuto me arrepentía más de haber dejado mi maltrecha casa de paredes de barro y cal. El pueblo era pequeño pero seguro. Maldije el día en que decidí probar suerte en esta podrida ciudad. Asustado veía a través del cristal del bus, que me transportaba por ese mundo de gente diferente, lo diferente que era esa gente. El pobre de mi hermano Aurelio, el único que se había atrevido a buscar suerte en la ciudad, me había advertido que las ciudades se lo comían a uno y que la soledad era algo propio allí, donde lo único que importaba era el dinero. Donde estaba el dinero. El pobre de mi hermano Aurelio que había vuelto al pueblo tras un año de haber, como lo decía él, comido los sobrados de la mierda de los afortunados come mierda de la ciudad.
Estaba sentado sobre el asiento sudado en posición fetal. Por lo menos ahí, dentro de ese bus Rápido Ochoa, estaba seguro. Los cuerpos de los demás pasajeros eran como el mío, éramos fetos de ciudad. ¡Había tantos carros! En el pueblo solo había cinco Willis de 1945 que llevaban el café. Yo solo había montado dos veces en máquinas motorizadas, siempre había preferido las bestias.
Y el bus se detuvo. Y se produjo el parto. La gente empezó a bajar; Al salir por el marco rectangular que se abrió con un ruido que enfrió nuestras almas, el sonido casi asmático del sistema que abría la puerta, algo oxidada, del bus que hace tantos años transita desde Medellín hasta mi pueblo, comenzaron a nacer treinta y cuatro nuevos hijos de esta ciudad. Cuando puse el primer pie en el cemento, el campesino empezó a morir, cuando puse el segundo, murió. Así pues, nací para la ciudad el 5 de Mayo de 1989. No me recibió ningún médico, no me dieron palmaditas en la nalga. Fue un parto sin partera. El segundo de mi vida. El segundo en que fui arrancado sin quererlo.
Esa noche la pasé en la estación de autobuses, sentado con mi maletín rojo, que decía USA, entre las piernas. Miraba al frente, tieso, me agobiaba sentirme rodeado de cemento, me ahogaba el aire, me dolía la espalda en esa silla de plástico. La noche pasó. En la ciudad no hay amaneceres. Solo sale la luz. El naranja de los amaneceres del campo, el gallo cantando, no existen en la ciudad. Era la primera vez que en una de mis mañanas no cantaba un gallo. El pobre de mi hermano Aurelio me lo había dicho: -En la ciudad no hay gallos, y ni se te ocurra comprar uno, porque te descubren, los ciudadanos descubren que sos un campesino. Eso es lo último que pueden saber de vos- . El pobre de mi hermano Aurelio, que había vuelto al pueblo tras un año de comer los sobrados de la mierda de los afortunados come mierda de la ciudad. Que había vuelto al pueblo en una caja de madera cargando doce balas en sus entrañas, el rostro desfigurado y el cuerpo desnudo, porque no teníamos dinero par mandar a “arreglarlo”. Eran los tiempos en que se pagaba un millón de pesos por matar un policía. El pobre de mi hermano Aurelio, era policía.
Se sentó en el sanitario. Se sentó allí con la puerta cerrada, se sentó a llorar.
Nunca había llorado en su vida. Para él llorar era tan desagradable como cagar, por eso escogió ese sitio.
Era una casa vieja, realmente vieja. Mamá decía que su papito la había levantado con sus propias manos, que era la mejor que había en los alrededores del pueblo. Mamá creía que esa tierra era la más fértil del mundo. Cada año enterraba algo con la esperanza de que naciera un árbol. El año pasado había puesto una botella de Ron, esperando que naciera un árbol de Ron. – El problema mijo- decía – es que el Ron es de tierra caliente, por eso no dio este año, pero espere el próximo, que voy a intentar con Aguardiente, que es de tierra templada como esta-. El Aguardiente tampoco dio fruto y así tampoco la Coca-Cola, Premio, Kola o el Piel Roja. Con el maletín rojo, que decía USA, entre sus piernas, estaba sentado en el sanitario. Llorando.
Sería la última vez que vería la casa. Él, contrario a su madre, la veía como era, un tugurio de paredes de barro y cal. Miró el suelo y recordó los 22 objetos que había enterrado su madre desde que el nació. ¡Como quería a su trastornada madre!. Emprendió, con calma y sin despedirse de nadie, el camino a pie hasta el pueblo. Pensó en todos, en el pobre de su hermano Aurelio, en su madre, en Dios, en que nunca pensaba en Dios. Él sabía cual era su destino, Dios no lo había puesto ahí, otro lo había hecho.
A cada paso levantaba el polvo en el camino, el polvo se suspendía en el aire y luego caía de nuevo donde estaba. Y él pensaba. Quería ser el polvo suspendido para siempre; Quería verlos a todos desde arriba, riéndoles. Él no iba a volver nunca.
Su madre y su hermano Aurelio habían muerto. Ella se marchitó, la vio cada día arrugarse, perder su color, apestar a agua de florero. Su hermano Aurelio la había matado desde el día en que se fue para la ciudad. Y “cuando volvió en la caja de madera cargando doce balas en sus entrañas, la cara desfigurada y el cuerpo desnudo, porque no teníamos plata para arreglarlo”, se desprendió el pequeño filamento que la sostenía en su mundo y, marchita completamente, murió.
Tomó el bus, solo, como había quedado después de la muerte de su familia, todo lo que poseía estaba en su maletín rojo, que decía USA. Una navaja patecabra, su ropa, una foto de su madre, y el cristo de hierro fundido que le había dado ella el día de su primera comunión.
Eran ya las ocho. Salió de la estación de buses. Calmado. Sus pasos seguían siendo calmados. Caminó durante dos horas. Nadie le habló durante esas dos horas. Pensaba en sus planes. Sabía que en la ciudad su trabajo sería mejor pagado que en el pueblo. Sabía que lo único que debía hacer era desprenderse de algunos restos de conciencia, algún temor religioso que aun conservaba y estaría listo para vivir como el pobre de su hermano Aurelio no había podido hacerlo. Como su madre, tras treinta años de trabajo duro, no había podido hacerlo. Como nadie en su pueblo. Sería el polvo suspendido en el aire para siempre. Se detuvo solamente para comer un rollo de arequipe y un jugo de mora; El rollo de la ciudad no era como el de su pueblo, era harinoso y simple. Caminó quince cuadras más. Siempre con su maletín rojo, que decía USA y que tenía dentro una navaja patecabra, su ropa, una foto de su madre, y el cristo de hierro fundido que le había dado ella el día de su primera comunión. Llegaba la noche. Comió frijoles con arroz. Como el rollo, los fríjoles de la ciudad no eran como los de su pueblo. Llegaba su hora.
Como todas las noches, desde que vino del pueblo, estaba listo para hacer su trabajo. Antes lo hacía con una navaja patecabra. Le gustaba la elegancia de matar con su navaja. Era íntimo. Se llevaba la vida con sus propias manos, la veía salir del cuerpo del uniformado. Después de un tiempo, se volvió perezoso y compró un revólver.
Él había ido a la ciudad a ganar dinero, a vivir bien. Había ido por una oportunidad de trabajo única. Un puesto en el que no se firma ningún contrato, no hay seguridad social, ni jefe. Un puesto en el que solo hay que trabajar unos minutos al día, aunque en la noche. Era simple. Mataba un policía, uno o dos tiros si los daba bien, cinco o seis, si fallaba. Llevaba la placa al sitio pactado y le entregaban un millón de pesos. Así de simple.
A veces, cuando los policías se resistían, le parecía algo peligroso. No por el riesgo de ser alcanzado por las balas. No por estar en peligro de muerte. Desde que su madre murió, él no temía nada. Era peligroso porque mataba con odio. La ira se apoderaba de él. Ya no lo hacía por ser la única manera que conocía de sentirse siempre el polvo del camino suspendido en el aire; Mirando y riendo. lo hacía por venganza. Por su pobre hermano Aurelio, que comiendo los sobrados de mierda que le dejaban los afortunados come mierda de la ciudad, se alistó en la policía. El pobre Aurelio. Odia a los policías. Odia a Aurelio. Que “después de irse del pueblo había empezado a matar a mi madre, y que al volver en la caja de madera con los doce tiros en el cuerpo, la cara desfigurada y el cuerpo desnudo, porque no teníamos plata para arreglarlo, la mató”.
-Medioojo-
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