IV. El abuelo de Pedro.
Llevaba dos días caminando aquella famélica desbandada por la carretera de la costa, única vía de escape hacia zona republicana. La vieja carretera Málaga- Almería estaba – y está- limitada por un lado por una extensa zona montañosa, de bastante brusquedad geológica, y por el otro con el mar. Esta singularidad hacía muy difícil buscar salidas alternativas al norte, ya que además de ser difícil acceder físicamente, la mayoría de las pequeñas poblaciones que por allí se esparcían, manchas blancas en la distancia entre otras verdes de olivos y viñas, estaban bajo el control de los sublevados. Era difícil en aquellos parajes rurales concebir una idea de cambio, de revolución, sobre todo por el nivel de incultura que las clases gobernantes se encargaban de mantener a raya en el campesinado. Había que evitar que el pueblo adquiriera conocimientos, ilustración y sobre todo, pensamiento racional propio. Por eso, en esos pueblos pequeños, donde todos hacían lo dispuesto por la autoridad competente o por el cura, siempre autoridad, no existía esa llama de revolución que se fraguaba en las ciudades, donde había un índice menor de analfabetismo y más posibilidades de llegar al conocimiento, así como sindicatos y grupos que se encargaban precisamente de dar conciencia social-colectiva a los ciudadanos.
En esa procesión se podían encontrar niños solos, asustados y hambrientos, ancianos huesudos que resistían por su condición de hombres bravos, de campesinos acostumbrados al sol y la miseria, mujeres embarazadas, milicianos rezagados… Un total de ciento cincuenta mil almas vagaban en condiciones extremas hacia un destino incierto. Isabel cargaba con dos mochilas llenas de ropas y José, su hermano, llevaba una con algunas provisiones, que a estas alturas del trayecto, empezaban a escasear.
Un joven que caminaba con ellos desde el día anterior, Pedro Martín, o Pedrito, como se hacía llamar, no separaba la vista de Isabel. El joven, quizá de la misma edad que ella, viajaba sólo desde que el día anterior su abuelo se encomendara a la providencia, agotado, enfermo y con sangrantes llagas en los pies. El hombre, sin decir esta boca es mía, se retiró del grupo y se dejó caer a la sombra de un arbusto. Pedrito, extrañado, se acercó y se sentó junto a él. Isabel y José, que ya los conocían, se pararon a observar desde la muchedumbre, en un segundo plano. Al cabo de unos minutos, Pedro volvió a la carretera con lágrimas en los ojos, invitando a Isabel a proseguir el camino. Isabel no le preguntó qué le había dicho su abuelo, ni el motivo de su retirada. Sólo se acercó al joven, le cogió la mano y le besó en la mejilla. – Vamos, Pedro, debemos seguir adelante-.
Quizá fuera la presencia de Isabel, sus enormes ojos verdes que radiaban vida, el beso que guardaba en la memoria para cada momento de desesperanza, o sólo su compañía en este largo y arduo caminar lo que hacía a Pedrito dar cada uno de los pasos en aquel día especialmente sinietro; lo que le hizo, en definitiva, no dejarse caer bajo la sombra de aquel arbusto donde el día anterior dejó a su abuelo.
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