Solo el olor a heno era suficiente para que hubiera merecido la pena llegar hasta allí. Desde temprano había salido a caminar sin rumbo por el campo que tantas veces había mirado y tan pocas había visto. Por un momento pensó que no había pasado, que había sido a otra persona, como si hubiera visto una película en la que él era el protagonista. Cerró los ojos, intentó dormir, con la infantil esperanza de que al despertar ya no pasara nada.
Primero fue un conejo, luego una pareja de cuervos y un poco después un enorme lagarto verde fosforito. La aparición de cada uno de estos bichos le hizo por un momento olvidar, solamente un segundo de absurda abstracción, su desesperada situación.
Había sido un resbalón tonto, y ahora tirado en medio de la nada, observaba llegar la muerte sin fuerza para hacer otra cosa que intentar acordarse de donde había dejado las llaves del coche.