Solo manías
Pablo entró en la clase: gabardina negra con cuello tipo detective, cuadernito bajo el brazo, corbata. Solía llegar tarde o casi siempre tarde. Gesto de galán. Las chicas le tenían miedo. La de la minifalda buscaba cualquier cosa que le cubriera las piernas. La lista se deslizaba en la silla, para cubrirse las espaldas con la trasera del asiento. ¿La buena? La buena se cubría de compasión.
Pablo estaba loco. Así había diagnosticado el guapo del curso. Se sentaba –gabardina negra en el respaldo de la silla, cuadernito sobre la mesa, corbata, gesto de galán- y, tan pronto como podía, sacaba un boli del bolsillo y empezaba uno de sus más efectivos rituales de seducción.
“Presionas así el botón del boli y se vuelven locas”. Solo entonces y de ese modo, la clase de psicología adquiría una peculiar animación. Un incesante tic tic, que recordaba a alguna cigarra huérfana, daba ritmo a los trastornos de personalidad que el profesor enumeraba como un autómata mal pagado.
“Deja eso, Pablo”.
Risitas que resbalan sobre una minifalda.
Silencio.
Silencio.
Trastorno paranoide.
Tic-tic.
Trastorno esquizoide.
Tic. Tic.
¡Cállate, Pablo!
Primer round: la cordura del autómata cae noqueada por un loco y un boli con complejo de cigarra.
Y de esa forma, según él, las conquistaba. Cuando, en contadísimas ocasiones la estrategia del boli fallaba, Pablo se valía de su garganta. “Así se vuelven locas”. Y él –camisa abierta hasta medio pecho, gesto de galán, cuadernito en el maletín, mano cubriendo la boca- carraspeaba. Persistentemente.
Piernas debajo de una minifalda escapando con rapidez. Piernas debajo de una gabardina corriendo detrás de una minifalda. Carraspeo.
Carraspeo.
Pablo era un buen tipo. O eso era lo que él contaba. “Soy un buen tipo” y, enseguida, una carcajada. En la clase había encontrado un amigo. Era un chico que se divertía custodiando durante horas la capilla de la universidad, con el solemne ademán de un guardia de Buckingham.
El estrafalario cóctel amedrentaba al resto de compañeros cuerdos con sus manías. “Son solo manías”, decía Pablo defendiendo a su colega, cuando la lista del curso, con horror, descubría que el guardia de Buckingham había colocado ambos pies sobre el escritorio, para tomar los apuntes del la clase de cine, con el boli-cigarra de Pablo insertado en el dedo gordo.
Después, se arrastraba descalzo por los pasillos. Se instalaba en el ascensor y cada vez que la puerta se abría en algún piso, sorprendía a la gente con un potentísimo grito. Pablo le secundaba con aplausos, risas y carraspeos.
Pero el guardia de Buckingham era solo eso: un guardia de un Buckingham que se escondía detrás de la capilla universitaria y que estaba habitado por reyes y reinas que, de vez en cuando, bailaban un vals en su cabeza.
Pablo no. Pablo era diferente.
“Pablo está loco”, anunció un día el guapo de la clase. Ese mismo día la cigarra decidió que ya sabía suficiente y que lo mejor para ella era dejar la universidad.
Pablo se quedó sin su boli.
Aquel día también, coincidencias de la vida, Pablo llegó puntual a la clase: gabardina negra con cuello tipo detective, cuadernito en la mano, corbata deshecha. Se sentó junto a la de la minifalda que, desprevenida por la puntualidad con la que aparecían por la puerta las piernas de la gabardina, no alcanzó a cubrirse las suyas.
Temblaba. Pablo había dejado el sobretodo en el respaldo de la silla de tal forma que la de la minifalda no podría escapar. Carcajada. Carraspeo. Carcajada. Los compañeros cuerdos reían. Y la clase de literatura francesa empezaba.
A falta de bolis buenos son los soplidos. Así dijo. O al menos eso es lo que escuchó la buena del curso. Luego comenzó a soplar suavemente sobre el rostro de la de la minifalda. Ella paralizada. Todo, en ese diminuto instante, parecía paralizado.
El miedo empujó de la silla a la de la minifalda y ésta, a su vez, empujó el escritorio y lo tiró al suelo. Un par de piernas salieron corriendo. Otro par de piernas detrás de ellas. Ningún otro par de piernas salió de la clase. Por lo menos no en ese momento. Cuando todo volvió a moverse, la lista vio, con horror, que una minifalda y la chica que la llevaba puesta, estaba desplomada abajo de todo, junto a la última escalera, con un hilo de sangre bordado sobre la frente.
¡Está loco!
Carraspeo. Carcajada. Carraspeo.
Una voz, desde el ascensor, repetía: son solo manías. |