Aunque no me pega nada, he de reconocer que en un momento dado de mi vida, ingresé en la Academia General Militar de Zaragoza… La insistencia de mi padre, mis diecisiete años y un vacío ideológico ocasionado por haber crecido en plena transición me allanaron el camino.
Aguanté en aquel lugar casi dos años, hasta que reuní el valor suficiente para enfrentarme a mi padre con la noticia y estuve realmente seguro de que a mi los únicos uniformes que me gustan son los de las azafatas.
Pero no toda mi estancia allí fue desagradable, guardo sobre todo montones de anécdotas de la vida diaria, de la convivencia con gente de otros lugares y alguna buena amistad.
Acabábamos de incorporarnos, éramos unos auténticos novatos en todos los sentidos; cadetes de primer año, y los cadetes veteranos se encargaban de recordárnoslo día y noche hacía una semana… Pero nos dieron el domingo libre; teníamos todo el día por delante, uniformes bonitos, gorras de plato y un adelanto del sueldo. Así que los cuatro que compartíamos las literas de una esquina del dormitorio, salimos a la ciudad dispuestos a olvidar una semana de carreras, novatadas y una difícil adaptación.
Eran tiempos difíciles por la actividad inusitada de la banda terrorista ETA; salían a casi atentado diario, casi siempre contra estamentos militares… y además, habían detenido hacía pocos días a un comando que tenía su base de operaciones en Zaragoza.; por lo que nuestros mandos no se cansaban de ponernos en guardia, de advertirnos del peligro que podíamos correr y de las medidas que deberíamos tomar para no ser objetivo de alguno de aquellos asesinatos.
El primero que se dio cuenta fue Jesús, un Madrileño cuyo padre era también militar; observó como un individuo nos seguía a cierta distancia, entraba a los bares que entrábamos nosotros y no nos quitaba ojo de encima… realmente, llevaba ya más de una hora siguiendo nuestros pasos, vigilándonos.
Superado el miedo inicial a que se tratara de un miembro de ETA que nos había tomado como blanco, nos dispusimos a hacerle frente y darle caza. Se nos escabulló del bar donde nos encontrábamos, lo que nos pareció confirmar nuestras sospechas; pero pudimos acorralarlo en otro local cercano, donde se había escondido… y aunque intentó defenderse, éramos cuatro contra el presumible etarra, así que le cayeron encima mas guantazos que a una estera; menos mal que, recuperado el juicio, decidimos dejarle la poca vida que le quedaba y avisar a la policía… habíamos cazado a un terrorista y por si nos quedaba alguna duda, pudimos ver como de debajo de la chaqueta, asomaba la culata de una pistola, se la quitamos y nos dispusimos a retenerlo hasta la llegada de las fuerzas del orden, aunque no estaba para salir corriendo.
Cuando llegó la policía y le identificaron, resultó ser el comandante Becerra; militar de carrera, destinado en la academia; al cual en nuestra bisoñez no conocíamos, pero al que ya a estas alturas habíamos presentado todos nuestros respetos. El celoso coronel nos seguía vigilante; velaba, en cumplimiento de su deber, no tendría otra cosa que hacer un domingo por la mañana, por que no nos desabrocháramos la camisa, nos quitásemos la gorra o entrásemos en algún local prohibido; estaba deseando meternos un “paquete” y fue él, el que acabó “empaquetado”.
Dos meses de arresto estuvimos, hasta que el juez militar instructor del caso acabó exonerándonos de toda responsabilidad, dadas las circunstancias. Tres meses estuvo de baja el; se pueden imaginar la estancia que nos dio después, en aquel lugar, aquel militar tan simpático...
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