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Inicio / Cuenteros Locales / CeciliaVerde / Embutido de cruz o el viaje a la médula de lo obvio

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Cuando los sacerdotes llegaron a la mañana siguiente de la última revelación, entre las hojas que se arrastraban por las escaleras, dibujando con su contoneo el camino hacia la puerta principal, cerca de unos quietos golpes del sol, Justino trataba de explicarles cada detalle de su arribo al templo. Llegué buscando la escoba, dijo Justino mientras se agarraba el cabello seco y crespo; ya ven que hay mucha hoja seca por aquí, y uno sabe que debe limpiar, si no, válgame el regaño; Don Julián…digo, el padre Julián se enojaría; pero ustedes créanme lo que ocurrió: junto a la cruz yacía en tres piezas, sin leve charco con el cual me molestara para traer el trapeador. Tal vez pude acercarme más, pero no logré contener la sorpresa: no dejaba de moverme cuando él hacia esas señas. Déjalo así y vete, uno de los sacerdotes señalaba con la palma derecha y, como una patada en el revés, mandó a descansar a Justino: él más tarde regresaría: la inquietud se escurría en hormigas sobre su garganta. Desapareció. Los ojos decidieron esperar. La arena giró en un tango de remolinos junto al follaje amarillo y rojo: las miradas se alarmaron. No hubo alguna aclaración que saliera de las lenguas presentes, y mansamente las salivas se fueron revolcando en ellas, dando a los dientes un esmalte más escurridizo que los sapos en la pequeña fuente retirada a unos pasos de la puerta roída; en ella se detenía uno de los sacerdotes cuando cruzaba los brazos y daba caricias a su barbilla. Díganme el día. Martes. No, díganme el día que empezaron las revelaciones. Viernes. Platícamelo. Fue de noche, padre Ruiz. No importa; quiero oír sobre el padre Julián y la pelea. Yo no sabía que hubo pelea. Ha de haber sido fatigante, la niña dentro de su cuarto no cierra la boca, las moscas revolotean sin dejarla respirar; no puedo relajarla…sabes…olvídalo…cuéntanos de una vez, no entendemos nada.

Sebastián, otro de los sacerdotes frente a la puerta de medio punto, organizó los recuerdos de su salida con el padre Julián. Él había tratado esconder las imágenes y conversaciones acerca de lo ocurrido el viernes anterior; los tragos, las risas y la llegada de aquel hombre de corte fino en sus pantalones, no deseaban reconocer la exigencia que ameritaba la situación, podían ser algo grises y confusas: los sacerdotes deseaban que fueran claras y aceptables para la solución que buscaban. Fuimos el viernes a la cantina, con todo respeto, padre Ruiz, Dios no prohíbe el vino, dijo Sebastián y el padre Ruiz hizo seña para que siguiera sin una mínima porción ahogada de vergüenza. No es común que vaya a tomar en estos días santos, pero Julián, si me perdona decirlo así, se le oía una voz de pendejo, quería platicarme una visión que tuvo; con ella, bien recuerdo cada palabra, la gente profesaría mejor, ya no estaríamos jodidos por su falta de limosnas…no le creí mucho, la gente sigue aportando a la caridad del señor; Julián debía andar borracho, pensé, no lo fue así, él traía un aliento fresco, lleno de un sabor tan penetrante como el mismo alcohol inyectado en las muelas o los eructos de los golfos más conocidos de aquí, y fue por eso que siendo ya de noche lo acompañé a echarnos unos tragos. Ciertamente, no dejaba de asombrarse y de asombrarme, la cara lo dijo todo, “estoy que me lleva la tumba y no me importa”. Entonces supe que no tuvo una revelación, más bien se traía algo entre manos; no lo mencionó en toda la noche, estuvo a punto de escupir un gajo de su plan, pero la interrupción de las dos de la madrugada cerró mis oídos, ya que un hombre, al parecer de la ciudad porque su forma de vestir no encuadraba con la de los demás, disipó nuestra plática; puedo afirmar su procedencia por lo dicho de su boca, era muy educado y el vocabulario era tan largo que podría saber más que nosotros sobre nuestra profesión…no lo afirmo, él no era como los demás aquí. Intentamos explicar su comportamiento: alcohol, hierba, un trastorno: nada…nada de nada, y tuvimos que escucharlo, no fue agradable, sobre todo para Julián. Él hombre clavó su cuerpo frente a nosotros: buenas noches, dijo con una sonrisa encantadora y continuó: parece que llevan un buen ritmo…así debe ser, mucha paciencia mas no perder el tiempo y marear la cerveza…ustedes si saben…hola, Julián…cómo estás, espero que bien; no luces satisfecho, hace días que platicamos los dos, el tiempo se acaba, tienes la solución que te di, solamente hace falta que mires la forma en que mis dedos te piden que me pagues…no bajes los ojos; Sebastián…eres un buen ejemplo, enséñale a Julián a no bajar la vista para avergonzarse de sí: eres un buen ejemplo porque tus reclamos a tu superior son coherentes: ¿celibato para el sacerdote?, ¡qué pendejadas son esas!, ¿verdad que tiene no tiene sentido?
Antes de continuar, el padre Sebastián contuvo el relato en la punta de sus dientes, con una inhalación de aire troncado, apunto de toser aunque no inhibió la molestia fingida en la garganta. Un cambio de muecas en el rostro del superior mantuvo quietas las posibles opiniones que fueran a señalar un disgusto roto alrededor suyo: las palabras entreveradas del aparente hombre de ciudad incomodaron cada gesto presente; uno se ahogó en una risa sofocada, otros trazaron de norte a sur y de este a oeste la cruz en sus pechos, uno simplemente sabía que una mala cara pondría nervioso a su compañero y, tal vez, éste escupiera una brisa de saliva sobre quien lo escuchara de cerca. Dos niños se posaron detrás de la fuente, como si trataran de espiar; de cualquier forma eran visibles y poco molestos para los clérigos. Más allá se divisaba un grupo de gente discutiendo: avanzaban y retrocedían, no decidían el momento adecuado para incorporarse, en protesta, a los asuntos eclesiásticos frente a la puerta de medio punto. No me es posible recordar lo demás, dijo el padre Sebastián, obviamente, me aturde el diálogo que tuvimos con el extraño, no me es posible decir lo que habíamos comenzado, pero puedo adelantarme y no retrasar la iluminación que necesita la incertidumbre que todos tienen, señor. Adelante, hijo. Sebastián humedeció los labios con un suave goteo de saliva, colgando como hilos toscos en la curva de la lengua, y no terminaba fingiendo el nerviosismo que la fatiga embarazosa le produjo cuando despotricó los agrios comentarios atalantes en boca del extraño: seguía divisándose en su figura una respiración agitada, al padre Sebastián le bastó pulir su frente para continuar con los hechos acerca del padre Julián; de inmediato, cuando clavaba algunas gotas en las escalera, sin esperar alguna llamada de atención, continuó su relato: el forastero había proseguido con una serie de opiniones a nuestra iglesia, me agrada, dijo, vean bien…sí Julián, tú también Sebastián, escuchen bien…la razón por la que ayudo en tus asuntos, Julián, no es porque te cobre lo que acordamos, sino que espero recibir muchos fieles. Verás. Un templo no es una casa, si llega a ser hogar de algo o alguien, es de su religión, porque son centros de propaganda…ya entienden mejor…bien. El problema es que necesitamos comenzar de nuevo, tú quieres fieles que den limosna, yo quiero arreglar un poco la fachada como el decorado que ya tienen desde hace años. ¿Bien y mal? ¿Sí y no? No me vengan con mamadas, está igual que el pinche celibato aquí con el buen Sebastián. Los fieles van a llegar, sólo tienes que eliminar a tu superior. Es como si cumplieras el evangelio: lees las enseñanzas, en este caso, las mías; pones en práctica y recibes tu premio, eso si…si la cagas conmigo vas a tener que ser estoico y no me vengas con que me tienes miedo porque yo no he hecho nada malo, si quieres culpar a alguien culpa al que me hizo como soy. ¿Qué dices? ¿Cuándo comenzamos con los negocios? Tú tendrás fieles. Yo tendré un génesis. Él, padre Ruiz, sonrió, luego dio unas carcajadas porque Julián y yo dimos un trago de fondo al mismo tiempo, no tenía la menor idea de lo que hablaba, pero con eso pude afirmar que Julián tenía realmente un plan. El extraño miró hacia el extremo de la barra frente a nosotros y pidió una botella de lo que sea: el cantinero Federico sacó la más adulterada de la casa, nuestras caras se volvieron más blancas al ver cómo daba un trago enorme y que él no balbuceara en un instante. El cantinero parecía conocerlo. Eso creo: fue el único en el sitio que no le sorprendió que el extraño no terminara en el piso. Dio un trago más y regresó a nuestra mesa, esta vez no tomó asiento, nos regaló lo poco que quedaba de la botella, y pudimos oír la manera que su garganta raspaba una voz enferma, aunque muy prudente en cuanto al volumen que representaba no alertar a los demás: quiero resultados para esta semana, dijo y luego volteó a verme, Sebastián, tú, en cambio, me sigues sorprendiendo. El extraño dejó el lugar.
El padre Sebastián sintió una punzada en el pecho, tal vez por alivio o retraimiento; había omitido la razón por la cual el extraño no dejaba de sorprenderse: eres candente, cariño; tienes una lengua muy fina y precisa…me gustó ser el afortunado. La última oración representó el final de la conversación, cerrándose con un agraviado suspiro de palabras entrecortadas. No significaron nada para el padre Sebastián hasta que por fin relacionó su lengua con la noche anterior: Rocío. Era la primera vez que iba a confesarse, incluso el padre pensó que era la primera vez que se metía al templo: la prolongación de la plática comprobó que conocía mucho sobre la construcción del templo, no existía frase diáfana y nebulosa en las oraciones saliendo de su boca; lo más fascinante para Sebastián fue que no hubo presión para que ella clavara su boca en la de él. Ambos pasaron la noche juntos, Sebastián untando su lengua desde el pubis hasta el perineo, paseando de arriba abajo, sin necesidad de usar un dedo para incitar los gemidos de la mujer Rocío. Más tarde ella mencionó algo que el padre lo vería como motivo de humor antes de su encuentro con el extraño: ¿celibato para el sacerdote?, ¡qué pendejadas son esas!, ¿verdad que tiene no tiene sentido?
Sábado. Quiero saber qué pasó el sábado. El padre Ruiz alentó los cuellos erguidos frente a la puerta de medio punto. Nadie se atrevió a mencionar una palabra acerca de lo ocurrido ese día. Las sombras de los niños habían desaparecido en una mancha negra reflejada por el conjunto del sol y tres docenas de cuerpos impacientes por saber el paradero del clérigo. Vamos adentro, dijo el padre Ruiz, nadie debe escuchar qué sucedió el sábado, ni la pelea, ayer en la madrugada…mmm…la niña. Hay que tranquilizar a la niña, ella es la única persona que puede decirnos acerca de la pelea. Padre Sebastián, usted vaya por la niña, déle algo de beber, no importa si es vino o agua, necesitamos que se tranquilice; nosotros seguiremos la charla, esto es serio: el viejo que barre aquí, pendió de un hilo esta pinche cosa; mira a toda esa gente impaciente. ¿Qué le vamos a decir? Se chingaron al padre Julián, vengan el domingo que viene a misa, o qué tal: no se preocupen, al cabrón solamente lo partieron en tres porque andaba haciendo tranzas con el diablo. No. Ve a buscar a la niña. Tú. Sí. Uriel. Cabrón. El sábado estuviste aquí: el padre Eugenio vino a visitarme ese día y pregunté por ti, él me dijo que viniste a visitar esta iglesia porque el pinche cadáver que tenemos aquí te lo pidió. ¿Qué dijo? Ha de haber platicado exactamente el mismo pedo que le contó al otro cabrón. Anda. Platica sobre el sábado.
El padre Uriel hundió su vista en el suelo. Pudo observar cómo dos hormigas revoloteaban unas hojas secas, las grietas de granito y una cucaracha que el padre Eugenio no tardó en perseguir y, curiosamente en contra de su favor, el insecto voló hacía el techo, dando un movimiento de sus antenas como si fuera en seña de burla. Uriel mostraba un gesto lleno de disgusto. Cada noche visitando a Julián tenía la seguridad que recibiría al día siguiente un regaño de su superior. Sábado bebiendo. La misa se celebra al día siguiente. No importa, pensó Uriel, al cabo tengo que darle un buen trago al cáliz. No tomó asiento. Él se acercó hacía una de las ventanas, sacudió la sotana casi inerte del padre Julián, llevándose pequeñas enredaderas de tela a su mano, y dio un murmullo que no forzaría a desaparecer; el cosquilleo áspero en su pecho le transmitía una seguridad diferente al miedo, quizá por el hecho que relataría algo que no vivió en carne propia, sino revivirlo como el padre Julián lo hizo aquella tarde cuando acomodaban los asientos y el altar desordenado. No fue placentero oír a Julián, dijo Uriel, quien no volteaba su mirada hacia los padres: follar sus ojos con los prismas de la luz en la ventana era relajante y más franco que lo usual. Esa tarde llegué por la puerta trasera, la que usa el señor Justino, lo saludé, no había nadie más en esa entrada: él venía enojado, supuestamente porque Julián lo había hecho trabajar más de lo normal; yo pregunté a qué se debía tal comportamiento: el padre no era muy desorganizado o sucio en sus laureles. Era un borracho…no un pinche borracho. Justino estaba por contestarme, una voz nos interrumpió y era la de nuestro compañero. Obligó salir con un sutil “hasta luego” y una palmada a Justino. Pasamos al interior del templo y, asomando una imagen como de mudanza, los asientos yacían volcados por todo el sitio; el altar pálido, todas las reliquias abolladas, un olor agudo como orines de golfo…no lo pude creer, pero Julián sonrió: ¿qué esperabas?, esto estaba peor, dijo en un tono gracioso que, a pesar de las malas palabras en mi cabeza dirigidas para él, no pude resistir sin antes reír con un “santa madre de Dios, Julián”. Lo vi un rato. Ya no reía.
Siéntate.
El me invitó a posarme en el único inmueble en pie, yo por mi parte cambié mi expresión a una pasmada y, más que todo, solidaria. Lo que voy a contarte, Uriel, no es para regañarme ni mucho menos para que me sermonees como a la gente conchuda de tu pueblo. No te pares. Tranquilízate…Julian no hacía otra cosa que tranquilizarme, las marcas rotuladas en cada esquina y astilla del templo me causaban un temblor intranquilo, padre. Julián pudo relajarme con un “cálmate, cabrón”. Mi pecho parecía congestionado, lleno un de un líquido espeso que latía al mismo tiempo y con un ritmo armónico al de mi corazón. No molesté más a Julián con mi terror, ya había interpretado muchas de las acciones que emanaron el desorden aquí, ese día: mira, Uriel…ayer, después de unos tragos con el padre Sebastián, llegué muy tarde, casi a unas horas que amaneciera. Estuve apunto de escribir una nota para Justino, antes que llegara e hiciera el aseo, de esa manera me mantendría dormido hasta que el sol se empinara un poco, y que no hubiera molestia que alegara mi salida; pero tú entiendes bien: un padre dormido en la tarde no es de gusto para los superiores ni para los maricones que se creen los más devotos, ya sabes que aquí todo es favor y hay cada chismoso entre la gente, y no me gustaría ser delatado. En fin…te decía…subí las escaleras, otra vez me cortaron la luz, como de costumbre tuve la necesidad de prender una veladora; ya sabes, a veces que las tiendas están cerradas uno debe improvisar, así que usé un cacho de periódico, antes no hice arder el lugar, de por sí andaba pedo. Por eso no hice caso a unos ruidos abajo, como si arrastraran los asientos, haciéndolos chocar entre ellos. No, Uriel. Tengo fe…ese día casi la pierdo. ¿Haz escuchado el sonido que describen los ancianos en el Potosí que hacen los pájaros de medianoche? Sí. Los que miden igual que un caballo y tienen rostro de anciana lépera. Algo parecido, esa garra en la garganta, roñosa y descolorida como el mareo aturdido del campanario a unos pasos de él. La risa de una hiena quizá. Uriel, tengo miedo y sé que no puedo evitarlo: las risas desmenuzaron el interior del templo, traqueando todo el inmueble, y los sonidos de guajolote me atemorizaron más. Se escucharon un chingo de pasos sólidos, pesados y ligeros al mismo tiempo, como de pezuñas pero a destiempo, porque un paso era menor en su explosión: era un cliaka, tlaka, cliaka ininterrumpido en compañía del zangoloteo a guajolote y de las risas corrientes como si rasparas el fondo de un crisol. Dejé caer el periódico y escuché la voz detrás de la puerta.
Julián.
Abre.
Julián. No me dejes riendo sólo.
No nos dejes reír sin ti.
Julián. Juliaaaaán……………………Julián. Ábreme, Julián.
Cesó el sonido, Uriel. Me acerqué a la puerta. Caí al suelo de un costalazo: antes de pegar mi oído, unas uñas rugieron la madera, sin importarles las astillas que fueran a incrustárseles. Luego escuché la voz de una mujer.
Mi amor.
Abre.
No quieres que me enoje.
Risa.
Dos risas simultáneas.
Tres.
Una voz como la mía carcajeándose; lisa, tartamuda y escurrida en mi oreja.
Lloré. Eso hice, Uriel: lloré porque las limosnas eran suficientes y tuve que meterme donde no debía con tal de conseguir dinero para mi felicidad.
Uriel arrojó su mirada al padre Ruiz. El resto de los clérigos parecían pingüinos tomando la siesta con unos párpados garbosos, casi escarbándose una tumba detrás de las cejas. Eso fue todo, padre. ¿Qué hay de la niña? No lo sé; Julián nunca me lo mencionó. Uriel no quiso proporcionar más palabras que delatasen a su compañero: cada una de ellas hizo un redundante y prolongado eco en su cabeza: lloré. Abracé a Minerva para sentirme más fuerte. La hubieras visto. Era una bebé esquelética hasta en sus mejillas, a pesar de lo hermosa que es a su edad. Lloramos. Los dos lloramos juntos. Ella decía “abrázame, Julián. Llórame”. Eso hice, Uriel: lloré porque las limosnas eran suficientes y tuve que meterme donde no debía con tal de conseguir dinero para nuestra felicidad…no digas nada a los demás, mañana terminaré con esto…cuida a Minerva, por favor.
Abran la puerta.
La gente se había aglutinado frente a la puerta de medio punto, algo sonante en sus pies sobre la tierra y cualquier pieza de concreto que vagara en su camino; la marea se diseminada por la vista mientras fogueaba un morado calor al cargar machetes y palos con trapos amarrados. Otros picaban con el dedo índice al que tuviera una señal de ese color, preguntaban la razón del alboroto y se unían a la marea carbonizada alrededor de la iglesia. Del otro lado de la puerta, el padre Ruiz permanecía inflado y roído, con una respiración poco carburada y jadeante, hasta cortar el silencio del interior con varios ecos grasos venidos de su vientre: su boca fue abriéndose encharcada por la saliva acaudalada en ella. Como si te la hubieras jalado, alegó sin descuidar su autoridad ni mucho menos su conocimiento, solamente aspirando una fragancia reseca con la cual continuó: cabrón. Así de simple dices que pasó; no te creo. Todavía no sé nada de la niña. Estoy seguro que Julián se la saboreaba o algo así: no es la primera vez que ocurre a mis ojos. No me refiero a él, dijo el padre Ruiz telúrico a uno de los presentes; la reacción que se deslumbró sobre sus rostros era una interpretación errónea hacia Julián. Quise decir que el padre Julián no es el primero que tiene que ver con una mujer, aunque esta vez sea una niña, pero si quieren que se arregle toda esa marea púrpura allá afuera, díganme que pasó el domingo. Nadie sabe, padre; nadie vino ese día, Julián me pidió que nadie viniera. Uriel dejó su posición. Dio unas vueltas sobre los cadáveres del padre Julián. Cabeza. Brazo izquierdo encorvado hasta un trozo del muslo derecho. Lo demás.
Alguien debía limpiarlo. Uriel fue por una escoba: iba arenando con la barrida los restos de su compañero. Todos lo miraban con una postura baja. Aterrada. ¿Qué?, ¿nunca han barrido un cadáver?, dijo el padre Uriel, posó una mueca algo petrificada por su frialdad, sonriente y seria, sin temblar con el sonido de la sangre seca y atorada en el polvo. Sonrían un poco. El hombre bajó la cara; siguió limpiando a su amigo del piso.
Aún permanecía la duda atascada en los párpados de cada uno de ellos. El padre Sebastián bajó del segundo piso donde el difunto dormía por las noches o una que otra tarde de pecado. La niña iba vestida con un encaje blanco, lleno de manchas roñosas por algunas quemaduras que sólo ella podría explicar; en su rostro había más labios que ojos, estaba ciega, con una turba atravesada en el iris que apenas le daba confianza para caminar de la mano del padre Sebastián.
Aquí está la niña. No quiere hablar, pero ya no tiene tanto miedo como hace rato, señor. El padre Ruiz fue acercándose, sin guardar pudor en las bocas por la cercanía de la suya, hacia todos los que presenciaban desde adentro los relatos acerca del suceso: ninguno reaccionó en contra de lo previsto: uno retiró su rostro al sentir que no cedía la distancia del superior, otro encorvó su ojo derecho, convirtiéndolo en una pequeña caramuela al ser pisada; los demás soltaban una brava respiración con aroma de vejez. Sebastián y Uriel…ustedes dos son los que más saben de lo de Julián. El padre Ruiz notó que no reaccionaban a su amenazadora postura de sapo arrullado en sus ancas, esperó que las gotas al final de una esquina dejaran de caer, que ellos rompieran ese compás para soltar de sus gargantas la bruma del problema: ¿qué pasó con Julián, cabrones?, terminó el padre y los demás encontraron un sentido a los cruces de las historias.
La puerta se atrancó al tronar una serie de barnices y astillas que se retraían en el suelo. Hay que esconder el cuerpo, se escuchó la voz de uno de los clérigos, si la gente lo ve vamos a necesitar más tiempo y explicaciones: no tenemos nada: la puerta truena con cada grito, sea anciano o joven, ellos quieren saber qué ocurre entre nosotros: podemos terminarlo ya. Eugenio cortó su voz y comenzó a colocar en un recogedor los restos de su compañero. Uriel solamente los había ordenado en una esquina. Tomaron el bote de basura que estaba en la habitación del fallecido. Nadie más que Eugenio y Uriel supo dónde quedaron los huesos: los demás podían ver cómo entre ellos dos pisaban los restos para que entraran en el bote: los zapatos sonaban a carbón y agua remojada: se llevaron los restos y la puerta no dejaba de moverse. El padre Uriel pudo desviar su interrogación. Sebastián tenía las últimas palabras, y no deseaba decir nada sin siquiera oír otra opinión o interpretación de la muerte de su amigo Julián.
Anda, Sebastián. Lo repetía en su cabeza. Una vez más: anda, Sebastián. El mareo comenzó a mecerlo para dejarlo con una mirada llena de fiebre.
Dímelo, cabrón.
Dilo.
Y el padre vomitó su mareo. Cayó al suelo sin que nadie lo detuviera por el asco que brotaba de sus bocas. No parecía fingir: no se levantaba. Tardaron tres minutos en levantarlo, el padre Ruiz quería ver cuánto tiempo aguantaba la supuesta farsa al no soportar el charco que había revuelto con sus labios y mejillas. Parece que comió elote, dijo otro sacerdote, Francisco, quien había callado toda la plática, sólo para relajar la tensión. No hubo una risa. Tuvo que retirar su comentario con un “perdón”, arrojar un pañuelo al suelo, y mirar la manera en que debía limpiar la cara del caído. Siguieron los golpes. Iba penetrando con mayor eco a los vitrales y columnas torcidas con sus grietas. Uno, dos, tres cuatro…callaron. Otra vez. Los golpes ya no cesaron.
El lunes…yo no estaba ciega el lunes. Los sacerdotes Ruiz y Francisco escucharon la ternura en el eco de la niña. Se fueron acercando para dejar en una silla al padre Sebastián. No les importo que quedara solo frente a las torvas que iban atravesando poco a poco la madera. El lunes Julián dijo que me amaba. Me abrazó con la vela en la mano, pensé que nunca nos separaríamos. Yo lo quiero. Pero el lunes lo odié. Hola, padre Uriel… ¿ya vio a Sebastián? Está tirado en aquella silla. A nadie le importa. Se acaba de caer y ni usted ni usted ni mucho menos usted irán a recogerlo.
Ustedes me quieren a mí.
Quieren que hable de él.
Claro.
Lo odio.
Dijo que me amaba.
Los sacerdotes se sorprendían de las palabras de Minerva. Estaba ciega. ¿Cómo podía sentir la caída de Sebastián? Señalaba sin dificultad el usted, no fallaba en su puntería. Incluso supo el momento en que había llegado Uriel. Quisieron dejarla hablar. Ella perdió las ganas de seguir.
Julián.
Julián.
Julián.
Juliaaaaánnn.
Ya no tenía moscas en la boca, pero parecía revolotear burbujas cada vez que decía ese nombre. Ella sonaba como abejorro atorado en el oído. El padre Ruiz sudaba y sudaba como si tuviera una esponja estrujándose encima de su cabeza. La niña sólo decía eso y nada más. Ellos perdieron la cordura. Un jalón a la niña. Un empujón. Un puñetazo. Aspiración. Sudor. Luz. Sombra. Voces. Puerta. Golpes. Piso. Babeo de Sebastián. Silencio. Ellos tomaron su tiempo. Ya no importaba si la gente entrara o no con ellos. Necesitaban saber más aunque fuera una mentira: no estaban seguros si todo podía creerse: los nudos permanecían rígidos y bien ligados. No molestaron otra vez a la niña. Estaba en paz repitiendo la jota y la u: el aire se le escapaba con una flácida ene que derretía las paredes.
¡Ella lo sabe… ¿por qué no habla?!
Yo sé lo que pasó, dijo Uriel frente a la desesperación del padre Ruiz. Sus compañeros se preguntaban cómo podía saberlo: él no estuvo el domingo, de lo contrario sería un desperdicio más acompañando a Julián en el bote de basura. No se necesita haber estado ahí para decir lo que ocurrió. En lo personal no creo que haya sido el diablo o una especie de demonio que lo haya descuartizado. Hay que entender cada paso suyo en el pasillo. Él tomó a Minerva. Yo lo sé. Mírenla. Quiso bailar con ella, tal vez no, quizá hablaban sobre el futuro o contaban el dinero extra en las limosnas. Olvídenlo. El hecho es que estaban juntos y al parecer la amaba: ella ahora lo odia. Tampoco es necesario saber eso. Yo conocí a Julián. Bebía con él. Siempre inventaba sus historias. Como usted, padre. Sí. Como usted. Como tú, Eugenio. Como tú y yo, Francisco. Él la tomó, dijo que la amaba, comenzó a besarla y esperó a que el reloj marcara las tres o cuatro: seguramente esperaba a que fuera tarde: el me lo dijo: saldré cuando nadie tenga ganas de vernos…ancianos, golfos, señoras…es tarde, algunos comienzan sus días a esas horas…pensarán que somos una aparición en lugar de desaparición: seremos leyenda. Así lo dijo él. La conciencia era cada vez más pesada. Alguien necesitaba liberarlo…barrerlo para colocarlo en un espacio que lo hiciera descansar como la basura que era. Si hubiera estado decidido no habría problema…era buen sacerdote, sabía pecar y recordar que amaba una doctrina. Esa fue su debilidad. Tibio. Aborrezco los tibios. Él comenzaba a pudrirse en ello. Pero no puedo hacer nada con ello. Julián seguiría su corazón en ambos sentidos: pecado y pudor. Más tarde cuando dejara de besar a Minerva, iría a escuchar los gritos que vinieran de abajo…de aquí, padre…las murallas se hacían negras como puede verlas, las reliquias sabrían a orine…Julián sabía que bajar era la mejor solución: pelear con lo que estuviera allí. Miedo o sudor en su cuerpo al mirar lo que tuviera enfrente, él tendría que desnudarse en todos los sentidos para bautizarse. Yo lo conocía. No sé si fuera eso. Pero entiendo que por alguna razón ya no tenemos su cuerpo…diablo, demonio, anciano, puta, padre, madre, sacerdote y hasta cabras; cualquiera hubiera sido. Usted míreme: no necesita saber más de Julián ni quién le hizo esto. Hay que darle sentido a la gente allá afuera: que no vean a la niña, la llevaremos fuera del templo, usted llegará con el pueblo: no pasa nada, el padre Sebastián está bien. Ellos se preguntarán ¿Sebastián? No van recordar en dos semanas el otro nombre. Yo ya lo olvidé. Vaya. Anda, hijo mío. Ande, padre. Vaya y dígales. Ellos lo esperan. Ya están abriendo las puertas. Así es. No tenga miedo. Abra. Quiten esas caras, muchachos. Ganamos. Nadie murió. Justino es el mentiroso del pueblo. ¿A quién esperan que le crean? Nosotros vivimos en la casa de Dios. Ellos quieren entrar al reino. Ganamos. Le ganamos. Así es. Me gustan esas caras. Anden. Abran la puerta. Cuiden a Sebastián. Yo dije que iba a cuidar de Minerva.

Texto agregado el 01-06-2006, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
10-07-2006 Leyendo este cuento suyo, que en realidad es de los pocos escritos que merecen esa denominacion. Me acorde de la novela "POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS" Tiene algo parecido en la narrativa. Me parece interesante la forma en que escribes te falta un poco el tema. Saludos. canelodos
 
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