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La tarde caía sobre aquel domingo de fin de mes y ya me habia cansado de vagar por las calles de aquella ciudad desconocida. Tenía hambre y las monedas se habían terminado en mis bolsillos. Me sentí arrepentido de ser un vagabundo, especialmente uno sin dinero, pues el turismo debe ser con algunos recursos económicos, claro que con eso el sentido de la aventura pierde su gracia.

Pensé nuevamente pedir alimentos en las casas de los vecinos, los que siempre amablemente me daban algo de comer, pero al cruzar aquella plaza ví una iglesia y escuche los cánticos que de alli provenían.

Entré al templo y observé cómo la gente compartía su reunión en torno a la música que era dirigida por un señor muy especial desde el fondo de la iglesia.
Por momentos me senté a escuchar aquellos sones entonados con gran alegria.

Al finalizar éstos, el sacerdote invitó a la comunión y recordé lo que decía mi madre, que la hostia era igual que un pedazo de pan, sólo que no tenía sal en su preparación por lo que concluí que podia aplacar mi hambre con aquel pan que ofrecía el sacerdote.

Me puse en la fila de las personas que comulgaban hasta que llegó mi turno... entonces el sacerdote me ofreció la hostia.
La degusté, y encontré razón a mi madre, no tenía la sal necesaria para hacer de la hostia un pancito más sabroso.
Pero como es un trozo muy pequeño, intenté comulgar varias veces, después de todo mi hambre no era fácil de calmar.
A la tercera vez de comulgar, el sacerdote me dice:

Vamos, vamos. es la tercera vez... veo que tienes mucha necesidad de la comunión.

Alguien que estaba a mi lado contesto por mí:

Monseñor, seguramente el joven es un ferviente creyente y quiere dar el ejemplo comulgando varias veces.

Me rei, y como ya había escuchado su nombre, dije al sacerdote:

Monseñor, es sólo que no he comido en todo el dia.
por eso tengo hambre de este pan que usted está repartiendo esta tarde...

A lo que monseñor rió a carcajadas...y le imitaron las gentes que estaban cerca.

Luego, acercandose a mi nuevamente. monseñor me dijo...

No te daré nuevamente de la hostia pero si te invito a cenar después de la misa en nuestro comedor de los pobres.

Aquello me dio mucha alegría y tranquilidad, después de todo comería en un comedor y no en la calle, de modo que quedé a la espectativa.
Efectivamente, después de misa, me llevaron al comedor donde junto a otras personas necesitadas disfruté de una buena cena reponedora.

Después de aquello, me sinceré con monseñor y le dije que era un vagabundo que recorría el mundo sin dinero amparado en la buena voluntad de la gente.
Entonces monseñor me dijo que si deseaba quedarme algún tiempo en su iglesia, allí tendría para mis necesidades básicas y podría ayudar con los quehaceres de la iglesia.

Entonces le dije :

Monseñor... me quedo.

y me quedé !!!

Texto agregado el 01-06-2006, y leído por 596 visitantes. (21 votos)


Lectores Opinan
15-02-2007 Di de baja casi todos mis cuentos, pero no quise borrar el que te escribí sin mandártelo aquí. Un beso grande. edna. Los cuentos de Monsegnor son, entre otras cosas, -pero en primer término- limpios. Es como seguir la línea color negro de una víbora desde su cabeza hasta la punta de su fin… te lleva, te lleva, te lleva. Uno no sabe bien en qué momento te atrapa, pero eso debe de ser desde un principio, desde que sus letras, con un brazo, te relajan y llevan por un camino en medio del cuento, como espectador o protagonista, escojan. A decir verdad, el protagonista narra al «protagonista». Se mira en el otro, su amigo, y se refiere a él con la vehemencia que se merece quien con sus actos enseña, comparte, vive y ama. Vivir lo dice todo –en teoría–, pero ése es un concepto vacío sin definir el cómo. Cuántas veces nos detenemos un momento a pensar lo que hicimos, y no obstante, las conclusiones no son suficientes para reconsiderar, afirmar o negar nuestro camino. Seguimos errados, con la diferencia de que estamos concientes de estarlo —y con temor de no ser exacta, eso me resulta producto del miedo, de no atreverse a ser consecuentes, de no ser nosotros mismos. El «protagonista» no es eso. Tiene muy claros sus objetivos y es consecuente con su visión, lo cual significa ni más ni menos que ponerla en práctica. Ninguna de sus cavilaciones es inútil. Su vida parece un juego de reflexión y de práctica, práctica y reflexión, y eso es suficiente para envolver a cualquier espectador, en este caso, al protagonista, o en otro caso, al lector. Con un poco de humildad, de disposición, se aprende mucho, y el protagonista está abierto a sus enseñanzas. Pero él tiene una historia detrás que lo acompaña, él era un vagabundo que se cruza con su suerte, e incluso la narración comienza en este punto de inflexión. Echemos a volar la imaginación. Decidámonos, pues, por un momento, a ser vagabundos, a vagabundear por el mundo, sin carnet, por diferentes calles, con diferentes suertes, a merced de la buena voluntad ajena, del pan que nos den. Soñemos en nuestra libertad, en la convicción de nuestros pasos, caminando solos o juntos, rompiendo todas las cadenas que nos apegan al objeto de nuestra necesidad. Deseemos ser vagabundos. Pero decidir serlo, bajando del sueño, en verdad, en realidad, ¿quién? Alce la mano. Después de todo, la verdad, no es tan bonito el sueño. Depender del otro, de lo que nos quiera dar, no es menos tormentoso que pensar en dar la cara para pedir unas monedas o un pan. Pero qué puede importar eso, si te decides a hacerlo. Quizás, lo más seguro, es que (él) no haya tenido nada qué perder… y se decidió: se fue de su casa a vagar por el mundo. Así, con esa historia implícita, tácita, sin monedas en la bolsa… pero vivo y coleando, dándole una cacheta sigilosa y estruendosa, a la vez, a este mundo que lo traduce (casi) todo en dinero… así, con todo esto, el protagonista se encontró al «protagonista», que desde su posición privilegiada, como monseñor, actúa con la confianza, el aprecio, el cariño, (...) la solidaridad de un pueblo que (a pulso) le ha depositado todo eso. Él, en cambio, después de una vida vagabunda, aquí se queda, o, más bien, aquí se encuentra. No me robo sus palabras para describir su odisea, pero parte de su gran figura radica en rescatar el recuerdo y compartirlo de esta manera tan suya y limpia. Se lee tan inocente, tan alegre y energético, que yo le creo sus cuentos. Le creo cada una de sus emociones, sus brincos y alborotos, le creo su admiración, su cariño, su respeto al prójimo. Todo se lo creo. Y piensa, este santuario debería llamarse el hogar de monseñor, pero, recapacita, él no aceptaría esta clase de protagonismos, entonces en segundo término, pero siendo lo más viable, lo renombra, el hogar de Cristo. A decir verdad, yo creo que a él, como a mí, nos gusta más el primero, y quizás su pueblo estaría orgulloso de que llevara dicho nombre, porque la fuerza de monseñor, finalmente, radica en su pueblo, y en que aquél no le da la espalda a éste, sino que avala sus actos y cavilaciones con base en este apoyo terrenal, que no divino. De un golpe, al final de leer (todos) sus cuentos, me surgió la idea de que nada de lo que se pide debe de dar pena, porque hay la convicción de que se pide por algo, para alguien, para una buena causa. Pedir echa raíces, significa dar, y mañana recibir, es poner en aprietos a la (mercantilizada) vida. Y como diría un viejo filósofo, la ilusoria felicidad del pueblo, es la condición para su felicidad real. ednushka
21-11-2006 La actitud del mendigo de entrada es generosa, abierta, confiada, espontánea, sencilla. Y es que ser vagabundo es condición loable y acertada para llegar a la verdadera búsqueda. azulada
21-11-2006 wow, me encanto zick
11-08-2006 Agradable relato. Si mal no recuerdo, dijiste desconocer el culto al que pertenecía monseñor y ello me conduce a una duda: ¿se comulga en alguna religión que no sea la católica? ¿Tal vez en la ortodoxa? Puede ser... ello justificaría aquella afirmación tuya. Iwan-al-Tarsh
21-07-2006 Que libertad como ser viento. gatelgto
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