Me contaba que en las noches de verano, esas noches que invitan a quedarse hasta tarde por la tranquilidad que se respira, en esas noches, él desde su torre de vigía, figura poética de lo que era la sección filtros de agua de la papelera, podía ver las luces de La Plata.
Con mis pocos años, no sabía si creerle o no, pero de ninguna manera repreguntaba algo que podía ser obvio o la mayor mentira para tomarme el pelo; no lo repetía, porque podía ser mentira o porque dudaba que fuera verdad, hacía molde y punto.
Ya adolescente, en alguna correría nocturna por las playas de Puerto Sauce pude constatar que lo que contaba Tío Enrique era verdad, las luces estaban ahí, lejanas, del otro lado del río.

Siempre me lo imaginé en su trabajo nocturno, apoyado en alguna ventana de la Fábrica de Papel, sintiendo el ruido tranquilo del agua pasar por las piletas decantadoras, imaginando la ciudad que era propietaria de esas lucecitas que titilaban en el horizonte, que nunca conoció a pesar que estaba tan cerca poco más de 40 o 50 kilómetros... de agua.

Dicen que la cultura poco tiene que ver con la formación académica, cuantos universitarios muestran una ignorancia rayana en lo grotesco, cuantos intelectuales demuestran su ignorancia solo viviendo y actuando en consecuencia. Enrique no, él leía.

Cuentan quienes fueron sus compañeros de trabajo por años, que era común verlo en su media hora de descanso, revolviendo las estibas de papel para reciclar, buscando aquél libro o revista, tal vez un ejemplar de diario viejo, algún suplemento que le sirviera para saciar su sed de conocimiento.
Una vez a la semana se recibían varios camiones con ese precioso y miserable material, ese día para Enrique era especial, se renovaba completamente su biblioteca, siempre existía la posibilidad de encontrar algún tesoro literario que por descuido o por desidia fue a parar a la basura, porque los camiones traían eso, papel extraído de la basura.

Y es así que Enrique, el maravilloso Tío que nunca, pero nunca se enojaba, se volvió un erudito en muchos de los temas que me despertaban interés por aquellos años.

El punto más alto de la relación con Enrique era la confitería del pueblo… es que alguien de 8 o 10 años puede sentir más felicidad que cuando comparte maní, papitas, queso, ¡un vermouth absolutamente rebajado con soda! y alguna cosita más sentado en una mesa que mira a la plaza, sintiendo la risa y las bromas del Tío Enrique… no, creo que en ese momento era lo máximo a lo que podíamos aspirar mi primo Marito y yo.

Verlo al atardecer sentado en la vereda bajo los paraísos, con Pastor -un perro negro precioso heredado de un hermano que no lo pudo cuidar- echado a su lado, el mate galleta entre sus manos, todo era una invitación para que Marito y yo dejáramos por un rato nuestras hazañas en bicicleta y nos sentáramos en el pasto para que él, atentamente escuchara el relato de todas nuestras aventuras del día, que sin siquiera sonrojarnos contábamos… sabiendo que eran en su gran parte descabelladas mentiras.