Tengo miedo de mi voz
y busco mi sombra en vano
—Xavier Villaurrutia, Nocturno Rosa
Morí al tercer día de asueto junto a la calle del arriero Villagrán. Tomaba algo de ginebra y sostenía la sexta cuerda sin notar lo desafinado de la nota. El oficial dijo tener la obligación de llevarme a su patrulla. No lo recuerdo bien, pero tuve que aclararle mi muerte. Fue antes de despertar, señor. El reloj arrastraba la uña del minutero, nadie había tenido problemas para dejarme en esta calle: salí después de invitar a mi mesa a Elvira Lope. Espere, dije al oficial, no lo sé. Se llamaba Elvira. Lo demás lo inventé con ella: era curioso verla quedarse: suelen dejar el lugar con la bebida entera si usted no las coloca a su cintura, casi apretadas al sentarse con las manos de uno: usted me entiende, pero tengo que explicar lo ocurrido antes de mi tercer día de asueto.
Rompieron el retrovisor de un compacto. El oficial regresó con su pareja y se dirigieron a donde el ruido extendía su eco. Alguien llamó su atención.
No importa.
Era difícil entender el fin con el que Elvira quiso despedirse cuando salí por la otra puerta. Olvidé lo que decía.
Elvira Lope bailó dos veces cuando entré al lugar. Al terminar la canción de los molinos me acerqué a ella. Un alemán barbón y gordo se la llevó primero. Después un mesero la interrumpió al bajar con su indiferencia: había terminado el privado. Creo que pasaron dos horas para terminar picando el rostro amigable de mi mesero. No había ordenado más que una botella. A ellos les molesta no ver más de una, luego de una hora: era amigable o estaba muy distraído con la barra. Llamé a Elvira. Tomó asiento y pedí una copa. Tengo una hoja para ti, sonreí al decirle, la tenía en la bota; dios sabe por qué no uso otra cosa más cómoda, pero la tenía en la bota. Aquí está. Debes leerla cuando me vaya. No, no, no, no…estoy borracho, pero sé lo que hago. Miré el espejo el otro día. Prendí una veladora para sostenerla frente a mí. Tiene que ser con el cuarto a oscuras.
No te vayas.
Eres hermosa. ¿Quieres que te diga eso? Pues eres hermosa. Toma estos billetes y vete. Es suficiente. Sólo te pido algo a cambio: dame la copa que te pagué.
Se fue.
Era lógico: sólo vienen a sentarse y platicar de ellas con la mano que mece sus caderas. Elvira volvió. Ahora lo entendía todo. La vela, el espejo, el cuarto y la ginebra. Estaba claro: Elvira había regresado. Supongo que leyó lo que le di. Pero ella estaba ahí. Volvieron a tocar la cinta: ahora sonaba la danza del fuego. Me gusta lo que dice, dijo ella sin disimular el tema de la nota; la parte del niño y la estrella fugaz me fascina. No la entiendo. La he bailado al quitarme todo, pero no la entiendo.
Elvira dejó de hablar. Hizo una mueca al cruzarse de piernas. Su mesero la apuntó a lo lejos: el gordo no estaba satisfecho. Yo soy la señora López, murmuró a mi oreja, y se acercó. El mesero descartó al maniobra y sugirió al gordo otra mujer.
Lo hizo.
Es Lope, dije corrigiéndola. De todos modos no soy yo. Quiero que me escuches. ¿No puedes? Ven. Ya te lo dije: eres hermosa. No vine a lo usual, si lo hubiera echo, ya estaría con Gabriela. Por cierto, ¿cómo sigue de las puntadas en el cuello?
Olvídalo.
Elvira era nueva, lo supe por su forma de confiar en un extraño, sin que hubiera alguna intención familiar a lo acostumbrado. Tampoco le pedía irse conmigo. Tenía que tocarla para entretenerla. No era necesario: ella leyó la hoja, lo sé. Había de confesarlo al llamarse por Lope. Pero toda la situación parecía tan rara. Se quedó hasta que terminé de contar la historia de mi habitación. ¿Haz visto algún Hugo Ramírez venir conmigo? No lo haz hecho. El me contó que si hacía todo eso vería cosas de mi otra vida. Ahora entiendes la veladora. Bésame el cuello, creo que el gordo quiere más; pide otra copa. Hugo no dejaba de contarme esa especie de ritual. ¿No sabes qué es un ritual? Es como una misa. Exacto. Como si celebrara algo, en este caso mi próxima muerte.
Elvira escuchó todo lo que estrujaba mi boca. Cada palabra de Hugo era cambiada por otra. No recuerdo el verdadero final, mucho menos el inicio. Sólo recuerdo su cara diciendo adiós al cerrar la puerta del negro. El negro es mi coche, Elvira. Pero no importa: ya casi estoy muerto. Miré el espejo y entristecí. Sí, Elvira. Hugo vio la silueta de una cabellera. No era prieto, con la oscuridad y la vela su piel parecía de almidón. Yo no vi nada conmigo. Después noté que el reflejo tenía un arete. Yo no uso esas cosas, pero era mi reflejo, nada más, nada menos, como si no tuviera otra vida. Pensé meditarlo. Arrojé la veladora al espejo. No soporté carecer del mismo resultado que me habían contado. Era mi cara, sólo que el pelo era más corto como hace tres meses. Es lo más pasado que tengo. Tal vez condicioné la imagen al desear ver un fraile o un aborigen…perdón: un indígena, y no esta cara pedante que miras.
Elvira empezaba a asustarse. Eres Elvira Lope, dije, y tomé un último trago antes de sacar otra hoja, y hacer un escándalo. La firmé. Se la di a ella para que la guardase. No es azar, Elvira…recuerda que eres Lope; yo soy tu muerte.
Toma.
Voy a divertirme.
Tomé una nalga a otra que pasaba. Dijo quieto, no le hice caso y la pellizqué. Tuvieron que sacarme dos hombres. Regresé por mi instrumento. No querían dejarme pasar. Saqué a Sor Juana. No entienden por once sílabas, pero si por doscientas. Saldría por la misma puerta. Elvira me detuvo. Jugó con la clavija; desafinó la cuerda un poco. No era una despedida cursi y me alegro de eso. Tomo mi pluma y escribió en mi brazo, yo soy Elvira Lope. Le di mi cartera, sólo tomé un par de billetes si por si acaso no llegara a tiempo mi muerte: lo hizo cuando salí por la puerta.
Habían pasado tres días del puente santo. Cuando desperté junto a la calle del arriero, me di cuenta que no tuve un funeral. Es hora de enterrar una ciudad. Nadie sabe lo que dice la hoja y el panteón Dolores no queda lejos de aquí. Tampoco Elvira: tenía el mismo arete.
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