El aire es claro la primera vez que lo hueles en el día. Abres la ventana y está ahí afuera, esperándote sin importar la hora o el tiempo (el año o la tormenta). Si llueve el aroma te cautivará desde adentro hacia afuera. Si solea, el aroma serán los círculos que se te forman en los ojos cuando miras con detalle las grietas del cemento. Si está nublado será denso y claro, una entidad perfecta que se metamorfosea en alegría triste en el interior de los párpados, alivianándolos. Además, si está nublado, puedes mirar para arriba sin dificultad.
Y justamente es en los días nublados cuando entiendes el significado de mil cosas ocultas en el arriba. Miras que las nubes guardan cierto contorno misterioso o que los pájaros en realidad no están volando, sino que nadando, chapoteando el aire con intenciones inversas, pero no como los peces, sino como los pinguinos (necesitan bajar a tierra a respirar de vez en cuando, lo que los pingüinos hacen al saltar del agua antártica al hielo blanco). Cuando llueve o hay sol, descubres otras cosas, pero no cosas del arriba.
¿Explicito? Cuando llueve lo que descubres es lo que está pegado en las ventanas. Como las gotas se pegan insolentes (y bonitas) a los vidrios, a contraluz descubres que en ellas habitan muchas grietas de aire, pelusas o entes sin nombre. Cuando llueve, además, percibes con inusual intensidad el aroma de la tierra (hecho conocido por muchos) mezclado con el del agua (hecho desconocido por muchos), y el contraste del verde se hace tan excelso que de contemplar mucho rato, encanta.
Lo otro que sucede cuando llueve es que se genera una atmosfera misteriosa que degenera en deseos de querolechencia o calores de hogar; braseros ocultos en una buhardilla vieja y polvorienta que se devele ante ti como el descubrimiento de una profundidad sin nombre, una profundidad tan bella como terrible se asoma la del infierno. Porque cuando llueve mucho, lees mejor.
Por otra parte los días de sol puedes ver mejor el suelo. El intenso brillo del astro de impide la visión del cielo (como las gotas de los días llovidos) pero te enfoca con vehemencia a la contemplación de los infinitos detalles, que iluminados, se hacen evidentes. Resulta que al final tu casa tenía ocho grietas en la vereda del frente, o que un insecto no falleció porque justamente miraste donde pisabas. Marcadamente los días soleados son preservativos de la naturaleza magna, que florece y se estira, bostezando con energía para comenzar a resucitar nuevamente en cuanto tallo de rosa o fruto de árbol nazca por la luminosa fotosíntesis.
Como te decía. El aire siempre es claro cuando lo hueles por primera vez durante el día. Abres la ventana y allí te está esperando, siempre vital e independiente de los lazos climáticos, o tergiversado por estos últimos en alguna confortable dirección sea cual sea la condición ambiental. Porque en la naturaleza, en el eterno reposo de la vida sin conciencia, subyace simplemente la indiferencia al negativismo o depresión humana, a la malicia o la terrible angustia. Porque somos nosotros, entes pensantes, los que degeneramos nuestras vidas hacia la tristeza amarga del sinsentido. La reflexión, sino loca, que nace de estas meditaciones es que ciertamente, somos nosotros los causantes de la infelicidad. Sin embargo, sería injusto polarizar las deducciones sólo en esa dirección y faltaría en juicio el negar el hecho de que también nosotros somos los que condicionamos lo grato y feliz de nuestras vidas. Porque si se lee con detenimiento, todo lo mencionado sobre lo hermoso del día soleado, lluvioso y nublado (y sus aromas) son interpretaciones eminentemente subjetivas, altamente humanas. La naturaleza es indiferente al bien o al mal, a lo positivo y lo negativo, a la duda depresiva y la explosión de gozo. En la naturaleza todo sucede como una causa y efecto, como una condición sujeta a leyes intransables, rígidas y caóticamente perfectas (pensando que si el objetivo es perpetuar la vida y sus dimensiones, este se ha logrado -menos en el pájaro Dodo-).
Pero, para qué alejarse de una vertiente tan rica como lo es el ensoñar con lo que tenemos al frente. Hoy, por ejemplo, el día está nublado. Eminente, bruta, locamente nublado. Me insta a la lectura (o la escritura), al recorrimiento imaginativo de cuanto recoveco poble el misterioso llano de lo minimal. Quisiera el mismo lugar que tú conoces, la habitación cerrada y polvorienta en donde Bastian Baltasar Bux comenzó su historia interminable: el poético viaje del hombre por la fantasía. Porque el aire claro, el primero que hueles en el día, no es otra cosa que la misma fuerza que te lleva a disfrutar de la portentosa niebla o el chasquido salvaje del oleaje contra la roca. Porque, finalmente, se trata de observar con detenimiento sensual la vida no pertelada ante la rutina obsesiva, la que se manifiesta entre los ojos y lo ojeado, la visión y lo visto, como el resquicio luminiscente de una humanidad poética, vitalmente sensitiva. |