Rostros,
hundidos en la memoria,
quemándose en la fogata
de los dedos sin piel,
buscando una señal de agua
para calmar esta sed de tierra.
Sobre el anuncio de la lluvia
la palabra ¡Cuidado!
Recuerda el espejismo,
no te conmuevas.
Tu ya lo sabes,
“todo se desune”.
Tus manos ya conocen
el desenlace fatal de la alegría.
¡Ay, el fuego!
Tantas veces caíste entre sus llamas
que tus brazos anhelan el incendio.
Tienes grabado el mal entre tus ojos,
en tu cara de niña traicionada,
en esa mueca de siglos en tus labios.
Toda llaga y cenizas.
Y los rostros,
hundidos en tu memoria,
tejiendo sombras alrededor del sol,
añorando raíces,
matando a tus pies pequeños,
suicidan en cada amanecer.
Y ahora él,
que llega de un jardín lleno de pájaros,
y prefiere en el viento elevarse,
grabar sus palabras
en el cielo raso de su habitación.
Él, saltando entre tus brasas húmedas,
entre tus piernas muertas.
Acercándose a tu dolor,
de árbol, de piedra,
desnudándote ante los espejos negros.
Y ahora él,
y con él, el agua,
que todo lo arrastra y lo disuelve.
Borrando tu fuego,
metiéndose en tu danza salvaje,
reflejando colores en las muertes.
Él, el rostro que aprisiona,
de nuevo el abandono,
el no saberse.
Algo en ti sabe que el desamparo
te volverá a dejar entre tinieblas,
entonces, con cierta lentitud,
te desprendes el botón de la camisa
y extraes gotas negras de tu carne.
Dios desata su ira y el dolor te hace caer.
Y así,
con tus rodillas ahogadas en sangre,
te sonríes,
en el desorden de tu propio sacrificio,
en tu retorno al fuego.
Lo miras con tristeza,
a él, que quería tu risa.
Lo abrazas en tu desamparo.
- Entonces, Dios se duerme llorando. –
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