La fatalidad es muy variada.
Juan sabía que su vida era monótona, levantarse por la mañana era mas bien un acto de inercia.
La sombra del pasado revoloteando en su memoria.
Era un hombre terco, rústico, su piel morena, sus ojos negros, su incapacidad de sentir.
Había nacido en el barrio de barracas, de pequeño aprendió a defenderse de las calles, traicioneras y sucias como la misma humanidad.
Tenia diez años cuando empezó juntando basura y como ya era grande para trabajar, también lo era para fumar.
Así fue creciendo, entre botellas rotas y cigarrillos negros.
Su padre, hombre de campo, no supo enseñarle sobre las caricias.
El amor en su rancho se demostraba con un trozo de pan; a veces duro.
Cuando cumplió los veinte años, era como un anciano en el cuerpo de un niño, la calle era su casa. Solía juntarse con los muchachos del barrio en un café, que quedaba en la esquina de la pensión.
Ahí estaba cuando la vio pasar.
Su pelo color miel, sus ojos verdes, su cuerpo diminuto, pero lleno de formas, su timidez, sus libros de música.
Desde ese día, iba todas las tardes a la misma hora para verla pasar; descubrió que sólo lo hacía martes y jueves.
Un día, apuró el vaso de vino y se decidió a seguirla.
¿Pero de qué podía hablarle él a ella?
Parecía una muñequita de porcelana y él, un indio mal hablado.
Tenía miedo, le transpiraban las manos, la vio acercarse desde lejos, se secó en el pantalón, sus piernas se quedaron inmóviles, como las piedras junto al río en el que nadaba con sus hermanos en los días de verano.
Ella lo miró y luego agachó la cabeza, pero con una pequeña sonrisa.
Rápidamente, sus piernas recobraron el movimiento y sin saber cómo, se encontró a su lado. Tenía miedo, miedo a no saber expresar todo lo que su cuerpo manifestaba en sus escasos veinte años, miedo de los libros de ella, miedo de sus manos bruscas.
¿Acaso, era su culpa no saber hablar?
Él no sabía muy bien porqué, pero ella lo miraba con ternura, quizás no sabía mirar de otra manera, quizás le tenía lastima.
Este pensamiento lo enfureció y, disculpándose, se alejó, para regresar al boliche y ahogar en un vaso de ginebra su rabia campesina.
Aturdido, en medio de un huracán de dudas, volvió entre golpes y tropiezos a su pieza de la calle California.
Se quitó los zapatos y se acostó, se quedó mirando el techo y en las manchas de humedad sólo veía un rostro, el de un ángel que supo sonreírle.
Pero cómo volver a verla después de escapar como un ladrón asustado.
Dio vueltas en la cama, dibujó una sonrisa en la pared con su dedo índice.
Resignado a la monotonía de su pobre vida se quedó dormido, con el gusto amargo de la derrota.
Un zaguán lleno de sonidos imprudentes del otro lado de la noche.
Una melodía suave e impetuosa escapó por la ventana de una casa vieja y regó el barrio de música.
Eugenia disfrutaba de sus dedos en las teclas, un sonido desafinado la sobresaltó y sólo por un instante recordó a un hombre con las manos bruscas, secas, pero con ojos de niño.
De inmediato lo borró de su recuerdo y se apresuró a acomodar los libros; se levantó, se miró en el espejo de la sala y subió a acostarse.
Sentada en la cama de su cuarto, mientras ataba su cabello con una cinta, sintió una urgencia de caricias, tocó su piel con la punta de los dedos, pero un escalofrío la sacudió y supo en ese momento que algo en su vida cambiaría para siempre.
Ingenuamente, como quien juega con cuchillos en la oscuridad, dejó entrar en su alma la mirada de aquel extraño.
Sin medir el peligro, abrió las puertas del corazón, celebró lo prohibido y ebria de terror se abrazó a la muerte sin conocer el sabor de la agonía.
Se acurrucó entre las sábanas de seda y lloró, no supo porqué, pero lloró, en el éxtasis de un lenguaje extranjero, lloró hasta quedarse dormida.
Un viento violento abrió las ventanas como alentándola a buscar un refugio, pero Eugenia, demasiado viviente, no escuchó.
El sol penetró por la ventana del cuarto, Juan abrió los ojos, se levantó de un salto, se lavó la cara, se miró en el espejo.
Con una especie de horror el espejo lo reconoció, era el mismo de ayer, sólo que un poco más estropeado por una resaca que arrastraba su alma hacia el vacío.
De pronto, ella en su memoria, su sonrisa en los ojos, sus manitos pequeñas.
Lo poco que podía recordar era que estudiaba piano, ella se lo había contado con voz muy tierna y débil.
El hombre terco y rudo no entendía, un desorden elemental ocurría en su mente cada vez que ella aparecía.
Prendió un cigarrillo, ya nada era igual, ni siquiera el sabor del tabaco, nada parecía complacerle, una nada gigantesca lo empujaba irremediablemente hacia el abismo.
Llegó a la fábrica, se sentó frente a la máquina de envolver chocolates y la rutina de las etiquetas pareció destrozarle los dedos.
Los ojos verdes de la muchacha lo perseguían como una maldición.
Juan no conocía el amor, la necesidad de otro ser, siempre había pasado por la vida solo, solo caminaba, comía, se arrastraba frente a la oscura realidad diaria.
Y ahora, ahí estaba ella, ella con la mirada del consuelo, con una cintura que Juan podía abarcar con una sola mano; ella llevándolo a una ciudad de sombras.
Juan se llenaba de ira; lo que a cualquier mortal habría convertido en el ser más feliz a él lo hacía el hombre más desdichado.
Y con esa desdicha se aferraba al frío metal de la máquina de etiquetar.
Con esa desdicha apretaba los dientes y maldecía su vida.
-Che Aguirre. ¿Qué te anda pasando? ¿No estarás enamorado?-
El estómago de Juan se contrajo y el puño cerrado golpeó la cara del compañero
tirándolo al suelo; lo agarró del cuello y cuando la cara no fue más que una deforme
masa violeta lograron separarlos.
-Aguirre, lo vas a matar, largá.-
Juan, como en una película en la cual no era el protagonista, miró a su alrededor, miró el cuerpo casi sin vida que volvía a su color natural y salió corriendo.
Corrió, corrió y corrió hasta que sólo fue un punto en la madrugada de un día cualquiera.
Aquella mañana, después de caminar sin descanso durante horas, llegó a una pequeña
plazoleta, se sentó en un banco y sosteniendo sus piernas temblorosas intentó tranquilizarse. La tarde lo halló así, inmóvil, sosteniendo sus miedos en aquel banco ajeno.
-Ni este banco mugriento es tuyo Juan-
Se dijo, mientras sacaba un pañuelo del bolsillo para secarse el sudor de la frente.
-¿Y quién te dijo a vos que no tiene novio?-
-Si tuviera novio me lo habría dicho.-
-¿Cuándo? ¿Cuando saliste corriendo, o cuando mirabas para abajo sin saber qué preguntar?-
-No quiero escucharte, cállate, ella es diferente-
-Dale Juancito, no podés ser tan ingenuo.-
-¿Qué sabés vos del amor? ¿De las mujeres?-
-Nada... Nada-
-Ya no quiero escucharte más.-
-Sólo vos podés callarme Juan; y sólo vos podés acabar con tanta tortura.-
-¿Cómo, me mato y vuelvo a nacer?
-Siempre te llevaste bien con vos, aparece esta mina y te vuelve loco.-
-No le digas mina.-
-Ves lo que te digo, ahora te falta pelearte conmigo y listo, compartimos el mismo cuerpo, si nos peleamos es el caos total.-
-Escuchame; vamos a mirar las cosas fríamente como cuando éramos chicos; hasta hace unas horas nos llevábamos bárbaro. Soy el único amigo que te queda, nunca creíste en la amistad, por eso somos solitarios y estamos muy bien así.
Esta señorita si no está comprometida lo va a estar muy pronto, ¿vos le viste la carita que tiene, las manos, le miraste las manos? No tocó nada áspero en su vida. Esas mujeres se casan con tipos con plata que tienen las manos suaves igual que ellas.
Entonces, ¿para qué sufrir y preocuparse? olvidate.
Ahora andá, pegate un baño, peinate un poco y salí con la Rosaura; esa sí es una mina para vos, y está bastante fuerte, no será fina como la otra, pero tiene lo suyo.-
Así estuvo durante horas, dialogando con su amiga íntima; su conciencia.
La noche empezó a susurrarle al oído, era martes y ella pasaría por la puerta del boliche.
Salió corriendo enloquecido por las calles; a contramano.
Todo se convirtió de repente en una novela negra cuyas páginas chorreaban sangre; era “ahora o nunca”.
Abrió la puerta de su casa y se metió bajo la ducha caliente; los pensamientos, desordenados como en un tablero de ajedrez de novatos, le sacudían el alma.
Se vistió, decidió ponerse una corbata para impresionarla, el espejo le devolvió su reflejo con corbata.
Se la arrancó de un sólo tirón.
-Si alguien me quiere, tendrá que ser por lo que soy, y yo no uso corbata.-
Salió, cerró la puerta de la pieza, se miró los zapatos sucios de tierra; con una mueca de rebeldía sonrió y caminó hacia el café.
Los amigos estaban sentados en la mesa de siempre, prefirió no entrar.
Se quedó parado, justo donde ella doblaba siempre con sus libros y cuadernos.
A punto de encender un cigarrillo la vio acercarse, se miró las manos.
El corazón sangraba.
-Es un ángel.-, pensó.
Cuando llegó a su lado ella le sonrío, inclinando la cabeza en un gesto cordial.
Él la miró fijo, no dijo nada, la dejó pasar.
Cuando estuvo unos pasos delante de él, la tomó por los cabellos y la arrastró, la arrastró media cuadra por la vereda hasta un baldío..
Ella no gritó, sus medias se rompieron y sus piernas sangraron.
La tiró en medio de un matorral y se abalanzó sobre ella con una furia ciega, ella lo miraba con terror, pero aun así sus ojos eran tiernos.
Ella sabía que la mano del verdugo hubiese querido más que eso.
Le tapó la cara y rodeó su pequeño cuello.
Mientras se retorcía debajo de él, Juan se distrajo y soltó por un segundo su boca; entonces escuchó una voz tenue a punto de extinguirse que decía
-¿Por qué?-
Con furia, apretó más y más hasta que el cuerpo ya no se movió.
La miró, tenía los ojos abiertos, tocó su piel, era tan suave como la de los duraznos; la besó y no pudo evitar seguir y seguir, todo su cuerpo era una bendición.
En ese cadáver frío como un espejo negro, conoció el fuego; por primera y última vez supo, lo que era no estar solo.
Por eso se hundió una y otra vez en el cuerpo anhelado; en los ojos benditos; hasta que un ruido a hojas secas lo sobresaltó.
Se subió los pantalones, vomitó, cayó de rodillas, le cerró los ojos y lloró.
Cuando llegó la policía lo halló arrodillado ante la muerte muda; en el exceso del horror; abrazándola.
Lo esposaron y mientras lo arrastraban hacia el patrullero él repetía.
-Yo soy un hombre fuerte, hay que ser muy fuerte para matar lo que se ama-
-
¿Quién de ustedes puede decirme cómo se acaricia con las manos ásperas?-
-El amor es una trampa-
Cuando alzó la cabeza no había nadie.
Sólo una voz dulce y tenue golpeaba las paredes preguntando
-¿Por qué?-
Sólo una mirada que era la entrada hacia el terror silencioso y eterno.
Sólo las rejas creciendo dentro y fuera de sus ojos.
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