I.
-Vos sola –dijo la madre- te arruinás la vida.
La hija salió, esforzándose por evitar un último intento, acaso no del todo perdida la posibilidad de aceptación que su madre, borracha en el sillón, podía otorgarle.
En la calle subió al auto que la esperaba.
-Arrancá –dijo, casi escupiendo la marejada de lágrimas que le venía como una tromba por el pecho. Él miró por la ventanilla mientras arrancaba; se llevó, sin saberlo, la idea cuadrada de la casa. Tres cuadras después le dijo que si quería, tenía una “bolsa” sin abrir. Como la otra vez. Le mostró con un dedo la guantera.
-Buscá. Una bolsita celeste.
-No –dijo ella, con un poco de congoja todavía, recogidas las piernas en el abrazo circular que sujetaban las manos –no quiero tomar.
-No seas pelotuda.
-Va a pasar.
-Como quieras. En un rato no está más. Me la tomo toda.
Ella puso la mitad de la cara contra la ventanilla y vio desaparecer de un coletazo el río, cuando entraron a la autopista.
II.
“La madre nunca quiso saber nada, desde que me conoció me le puse entre ceja y ceja, pero bueno, ahí me la traje, ahora duerme en un colchón que le armé, pero ya está, hermano, esa vieja de mierda no jode más, que se muera podrida de una buena vez y listo, yo ya conseguí lo que quería, sacarla a ésta pelotuda de ahí adentro (…) la vieja le trabajaba la cabeza todo el día en contra mío, que el laburo, que la traza, que esto y lo otro, y la tarada me lloraba la novelita, que por qué no buscás laburo y por qué no dejás de tomar y por qué no esto y por qué no lo otro, la concha de su madre (...) me hago cargo del pendejo, que no si es mío encima, y la saqué de esa casa, loco, hay que ver el esfuerzo que estoy haciendo, pero que se ponga a limpiar, ya le dije, y que siempre haya de comer cuando llego. Si se las quiere dar de mujer grande que haga lo suyo, loco, ¿o no?”
III.
Ella: -Estoy esperando un hijo.
Su madre (entre el sarcasmo y el orgullo): -Seguro es del negro ese, el de la carpintería.
Ella (ya sin miedo): -Él no tiene nada que ver en esto, soy yo, quiero que sea para mí, un hijo. Él no me importa. El chico va a ser mío.
Su madre: -Nos jodiste la vida, ¡mierda! ¡Por puta! ¡Puta!
Ella (estallando en lágrimas): ¡Nada me va a joder la vida tanto como vos! (sale corriendo).
(Queda la cadencia del llanto, las luces se atenúan, hay silencio, el sonido del viento).
IV.
La costumbre fue lijando la convivencia, la vida masticada. Los golpes de él cayeron sobre ella como persuasivos de la resignación, noche a noche, sobre ojos o boca, o con cinto o un zapato en las piernas. Casi una ceremonia el altar impermutable entre el inodoro y la pileta del baño; la posible ducha fría como un signo de interrupción. Luego el sexo; impuesto como una muestra de aceptación.
Hasta que una noche, cansada, dijo “la extraño”.
El la miró.
Guardó silencio y no tuvo ganas de golpearla de nuevo.
Dio la vuelta y se esforzó por dormir.
V.
Un jueves a la tarde, ella volvía.
Él ya estaría borracho en el sillón o con una silla en el patio. No iba a golpearla todavía si quedaba vino o cerveza.
Entró y sintió el olor, desde antes de la puerta, flotando en la penumbra de las ventanas cerradas. Y la vio, con él, fumando en silencio como si algo estuviese acordado desde antes.
Supo de pronto que extrañarla había sido un error, pero más haberlo dicho, que él lo escuchara.
Parecía que la estaban esperando.
La madre se levantó. Le clavó los ojos y caminó hacia ella. La tomó fuerte del cuello, con un brazo, desde atrás. Sometiéndola, buscó con la otra mano la entrepierna, se abrió camino con fuerza, dominante, por adentro el pantalón, la ropa íntima. Apretaba con violencia. Ya no era su madre. El hocico era el de un perro, o casi un perro. Tirando a monstruo.
-Me contó alguien que me estabas extrañando. ¿Extrañabas esto? Mamá sabía, te juro. No ibas a aguantarte, ¡puta!
Y en eso quedaron mientras él salió al patio, a fumar, ignorando la belleza de la tarde que se iba.
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